No se entrelaza un nudo de idéntica manera una vez para otra, ni es posible bañarse dos veces en el mismo río; como tampoco vuelve el sol a presidir la claridad del día que ya ha pasado, ni los pies del peregrino pisan las mismas huellas del camino que, en una mañana sin retorno, lo vio marchar. Tampoco quienes han abandonado el mundo de los vivos vuelven a cruzar su mirada con nosotros; deudas y heridas quedan abiertas.

Marin Marais, en la cumbre de su fama, admirado por todos y en excelentes términos con el rey de Francia, ya no toleraba la carga que el destino había puesto sobre sus hombros, consciente de que la vida se escapaba de entre sus manos jornada tras jornada. El sufrimiento que padecía, superior a la capacidad humana para soportar el dolor, le había traspasado con su fría y afilada hoja. Años atrás fue discípulo del músico Sainte-Colombe y como un nuevo Prometeo había penetrado en su hogar con la firme intención de aprender todos sus secretos, y con ellos, hechizar al mundo. Durante un tiempo Marais se deslizaba furtivamente bajo el cobertizo de madera donde Sainte-Colombe componía sus obras para poder espiar así a su maestro y escucharlo clandestinamente. Y ¿qué si le robaba su música? La altura jupiterina de Sainte-Colombe, la rigurosa condición sacerdotal que este le confería a la música, su amor a la contemplación por la contemplación misma, y en fin, el desprecio que le inspiraba el mundo, habían alejado todas aquellas notas no ya de los talleres de impresión sino, según creía, de los simples manuscritos. Sainte-Colombe componía solo para él y acaso para Dios; el mundo lo desconocía y nadie se lucraba con ello.

Para conseguir la música de aquel ser inspirado, él, que tampoco carecía de talento, no dudaría en servirse de todas las artes a su alcance, la mentira y aun la seducción de Madeleine, la hija del maestro que por desesperación acabó quitándose la vida más tarde al comprender el engaño. Pero aun robada la música, el verdadero secreto de esta continuaba siendo un enigma para Marais, la fuente creativa de su maestro no parecía agotarse ni aún por las penas que su traición le había deparado. No era más que un sacrílego, un transgresor, y por eso quizá su castigo consistía en no llegar a entender nunca de dónde emanaba ese lenguaje superior a las palabras que era la música. Con las manos quemadas al substraer la llama sagrada, comprendía que finalmente se había arrancado a sí mismo la posibilidad de dar forma a lo inexpresable de su dolor, de su vergüenza y de su arrepentimiento.

A la vez continuaban los rumores extendidos por otros músicos sobre nuevas composiciones de Sainte-Colombe que eran superiores, demasiado dignas como para como para ser puestas por escrito, como si no hubiera partitura que pudiera soportar tanta grandeza sobre una modesta hoja de papel, al cual llegaba solo como un eco trasmitido por intermediaciones y testimonios muy indirectos. El tormento de haber contemplado una vez la fuente misma de la creación musical y sabiendo que fue su propio egoísmo aquello que le apartó de ella ocasionando daños terribles, incluso la muerte a almas inocentes, le consumía, le destrozaba, le hacía desear las penas del infierno.

Aquella noche volvió al cobertizo de su maestro. Escuchaba cómo este mezclaba la música con sus propias lágrimas; finalmente se atrevió a llamar a la puerta, que se abrió lentamente. También Marais lloraba. Suplicante, no se atrevió a cruzar hasta que, como un guardián frente al umbral, el maestro preguntó al antiguo discípulo qué buscaba. «Lamentos y llantos» fue la respuesta sincera con la cual logró que el maestro por primera vez permitiera a Marais introducirse en la estancia prohibida para iniciarse en los sagrados misterios. Sobre la mesa tan solo estaban la vela que daba una tenue luz y su viola da gamba. Allí, sin más testigos, rodeados de noche, soledad y pena por el constante recuerdo de la pérdida, se hizo presente entre ambos dolientes el espíritu de la música, que era auxilio y salvación de aquellos a quienes las desgracias y las adversidades habían arrebatado las palabras. Con la música darían expresión a su dolor que de otro modo continuaría siendo el pesado lastre bajo el cual hubiera quedado aplastado y asfixiado su corazón. La iluminación final del misterio convirtió en verdadero músico y en un hombre nuevo a Marais, para quien el velo del enigma por fin había caído y salía del cobertizo de la mano de Sainte-Columbe para dirigirse al interior del hogar transformado en una persona diferente. Allí pudo leer por fin lo que nunca tuvo la seguridad que existiera, el cuaderno escrito de La tumba de los lamentos. La propia mano del Señor de Sainte Colombe, autor de aquellas notas, ponía ahora sus páginas ante la vista de Marais, quien también podía abrazar la viola de Madeleine y entonar a duo los tristes acordes de un aria capaz de conciliar las almas y terminar con aquella vieja ley severa que separaba los corazones.