18 de enero

En el Niño de Mula. Vamos a comer al Niño de Mula con Paco López Mengual y su mujer, María José Pujante (familiarmente, Jose). Él es una de las personas que más a menudo comparecen en las páginas de este diario (además de buen amigo y lector) y quería que me acompañase en el cierre. Ambos desconocían este popular ventorrillo, que tanto nos gusta a Teresa y a mí. Pedimos embutido, caldo con pelota, gachasmigas y cordero; sé que Paco aborrece el pescado. Hablamos de viajes, de hijos, de política, de lo que parece una deriva social hacia la estupidez generalizada (pero todos los viejos han pensado así a lo largo de la historia, y nosotros ya no estamos tan lejos de la vejez).

Ayer fue día de San Antón, lo que nos lleva a rememorar al abuelo de Teresa, Jerónimo Gadea. Era un hombre (amén de enorme) espléndido y fantaseador; algo así como el Edward Bloom de Big Fish, la película de Tim Burton. Por la fiesta de San Antón compraba una pata de jamón para que todos los vecinos comieran de ella. Teresa recuerda que una vez, de niña, le vio la frente despellejada y él le contestó que era por el zarpazo de un lobo. Paco cuenta cómo, en cierta ocasión, les dijo a unos chavales que había una ballena en el Segura y todos fueron corriendo a verla; horas después, pasó una señora calle abajo gritando «¡han encontrado una ballena en el río!», y hasta el propio Gadea empezó a preguntarse si su trola no sería cierta.

Dietario mágico, me dice Paco, fue un libro que le abrió los ojos. Hasta entonces no creía que pudiera extraerse literatura del ámbito más cercano, de su Murcia nativa, pero con él descubrió que lo importante de un escritor es la mirada. Es que, cuando llegué aquí, le aclaro, fue como si me hubiesen destinado al Congo; por eso lo veía todo bajo una pátina de exotismo... Me pregunta si escribo vestido o en pijama. «En pijama», le contesta Teresa, que explica su sorpresa inicial ante la costumbre (reinante en mi familia) de quitarse la ropa de calle nada más llegar a casa. De hecho, cuando empezamos a vivir juntos, yo tenía ese hábito tan arraigado que incluso recibía a las visitas en pijama (cosa que hoy me parece inconcebible).

Después de la sobremesa damos un paseo, entre majestuosos pinos, hasta la ermita del Niño. Un sacristán nos enseña la roca donde el pastor Pedro Botía (luego fraile) se topó con un chavalín vestido de nazareno que resultó ser el mismísimo Jesucristo. Caminamos por la vía verde. Más abajo se encuentra la Casa del Toro, donde Juanjo Ayllón debe de estar durmiendo ahora su siesta de minotauro. Al fondo descuella el pico del Morrón, que hace tres décadas (aún no conocía a nadie aquí) escalé en solitario. Arriba me encontré con una manada de arruís. Aquellos animales y yo éramos los únicos mamíferos sobre una cumbre desde la que se intuía la forma curva del planeta. Fue una experiencia casi mística.

20 de enero

La escurridiza realidad. Justo hoy se cumplen dos años del inicio de este diario. Obedeciendo a un vago propósito de simetría, he venido a repostar combustible en la misma gasolinera de aquella primera mañana, cuando salíamos de viaje hacia Marruecos y pensé en el desdichado John Kennedy Toole. Las sierras que nos rodean permanecen ocultas tras un manto de nubes oscuras. Llueve y, por eso, tampoco se ve ningún cernícalo en el cielo. Estamos ya en 2020 y nada indica que vaya a estallar la Tercera Guerra Mundial, como nos vaticinaron Leopoldo y Louise a orillas del Sáhara€ aunque quizá el asesinato del general iraní Soleimani a instancias de Trump (ese mandatario que abochorna a Thomas Deveny) haya puesto en marcha la cadena de acontecimientos que terminará desatándola.

En este diario no he tratado apenas de actualidad política internacional o nacional; tampoco, de sociedad en general (otras secciones del periódico se dedican a eso). Tal vez haya mentado el independentismo catalán, el movimiento Me too, el despoblamiento rural y algún que otro asunto en boga. Al contrario de lo que temía cierto interlocutor de Ángel Montiel, tampoco he hablado prácticamente del trabajo que me da de comer, por más que algunos asuntos hayan supuesto una fuente de preocupación. Un diario no es necesariamente un confesonario. No he querido dar cuenta de todas las neurosis o rencores que puedan haberme asaltado; tal vez, sí, de algunas melancolías. Todo diario tiene algo de impostura, porque siempre omite una parte de la realidad.

A lo largo de más de cien mil palabras he narrado viajes por tres continentes, he descrito mi entorno geográfico y humano en círculos concéntricos (Molina de Segura, Murcia, España), he hablado sobre escritores vivos o extintos, he abusado de referencias literarias y cinematográficas. También he asistido a algunas muertes cercanas que me han afectado de modo muy íntimo. Aunque no era mi intención al empezar, creo que he terminado escribiendo una suerte de autobiografía intermitente, a través de flashbacks, que tampoco deja de ser falsa por lo mucho que escamotea. En última instancia, todo cuanto se escribe es expresión de la filosofía propia de cada uno; en estas páginas he reflejado la mía, no especialmente original ni digna de ser seguida: sólo soy otro tipo más, con alguna habilidad para encadenar palabras.

Llevar un diario y verse obligado a publicarlo regularmente es la mejor escuela de escritura, un taller literario implacable, ya que nada hay tan difícil como sobreponerse a la pereza. Semana tras semana he tenido que hurgar en los recovecos de mi mente para extraer algo sustancioso de ellos. He aprendido, sobre todo, a escribir de cualquier cosa (lo que César González Ruano llamaba 'el artículo sin tema'). No sé cuántos lectores habré tenido. En cualquier caso, ésta era una tarea que parecía no acabar nunca y a la que necesitaba ya poner punto final. Sé, a pesar de ello, que terminaré echándola de menos. Durante dos años he vivido bajo el espejismo de estar fijando la escurridiza realidad, de dejarla atrapada en el papel. Ahora, los días volverán a vaciarse uno tras otro, como agua usada, por las cañerías del olvido. Tal vez sea mejor así.