El secreto mejor guardado de la contemporaneidad consistía en mantener ininterrumpidamente a millones de personas danzando por los aires, para ganar un poco de oxígeno en tierra. Este alivio literalmente pasajero se ha derrumbado. Los turistas que han soportado durante décadas el enlatado en aviones y un trato digno del ganado, reniegan de su acreditada docilidad bajo la influencia de una adolescente sueca y de un virus.

Qué se hizo de los manuales destinados a evaluar la hipótesis de una bomba nuclear en manos de Isis, de los productores de Hollywood reunidos por George Bush para predecir el nuevo 11S. Los superforecasters o suprepronosticadores de plagas habían situado al terrorismo posiblemente atómico en la cima de sus preocupaciones, para acabar tropezando con el zigzagueo caprichoso de un microbio.

Solo falta determinar si para el turismo ha sido más dañino el Covid-19 o Greta Thunberg (marca registrada), la culpabilidad se dirime entre un ser inexpresivo y un virus. La preocupación germinó con la activista sueca que apadrinó el concepto de 'la vergüenza de volar'. Sin embargo, nadie en su sano juicio prescinde de los aviones para someterse a un mes de zozobra mareante en un catamarán que cruza el Atlántico.

También influye la atonía de los expertos, con soluciones que pueden resumirse en que la Naturaleza ha de seguir su curso, un dictamen que se remonta a los médicos medievales. Los turistas ahora forzosos no son solo presuntas víctimas del contagio, sino también los principales transmisores. Ya no se conforman con traer a sus países de origen unos vídeos infames de nulo seguimiento, por fin han conseguido un producto viral.

Sloterdijk o Zizek determinarían que el viaje de masas juega ante la epidemia el mismo papel que el sexo de masas en el sida. Al margen de consideraciones esotéricas, la frialdad numérica recuerda que la Organización Mundial de Turismo se jactaba de otorgar la felicidad a 1.500 millones de viajeros de placer cada año, con clara tendencia al alza. Pues bien, previsiones con vitola científica avalan el contagio del coronavirus a cantidades de seres humanos que multiplican ese hito miliardario.

Sorprende que profesionales de la medicina sean los encargados de sofocar el pánico de la población profana, al mismo tiempo que los propios médicos han sido los primeros en restringir cualquier convocatoria colectiva ligada a su actividad. Y por motivos obvios, dado el elevado potencial de contagio entre profesionales sanitarios ya confirmado en China, Reino Unido o España.

Los entusiastas del placer de no viajar advirtieron las primeras sombras tras el confinamiento de cincuenta millones de personas en China. Se trata posiblemente de la mayor prohibición de volar jamás llevada a cabo desde los comienzos de la aviación. Y sin embargo, los ciudadanos acuartelados comentaban que habían descubierto placeres inéditos. Se felicitaban por el tiempo disfrutado sin prisas junto a su familia. Si bien los informes chinos detectaron un incremento de las disputas conyugales por culpa de la convivencia impuesta, también el turismo funciona como un acelerador de divorcios.

La exuberancia italiana concedió un énfasis adicional al recién descubierto placer de no viajar. En otra prueba del triunfo de la globalización, también los lombardos encerrados en sus domicilios le hallaban ventajas inesperadas al sedentarismo inspirado por el coronavirus. Los reacios al estabulamiento aéreo se creían depositarios de una sabiduría minoritaria, que ahora se divulgaba sin freno. Fracasó incluso el intento patronal de que los días de cuarentena no contabilizaran como baja laboral, lo cual hubiera fomentado la picaresca evasora. Y lo peor estaba por llegar.

Gigantes transnacionales como JP Morgan, el mayor banco estadounidense, lanzaron un memorándum a sus ejecutivos «restringiendo todos los viajes internacionales a desplazamientos esenciales». Con 257.ooo empleados repartidos por el planeta, la mera pretensión de limitar la avidez tentacular de la institución financiera constituye una provocación para los no viajeros. Y aunque el coronavirus no es clasista en su ataque aéreo indiscriminado, sus efectos pueden orientarse a un buen precio. Por ejemplo, se ha disparado el alquiler de reactores privados, o de aparatos de gran tamaño contratados por colectivos que quieren conocer a cada uno de los pasajeros. El repunte no es tranquilizador. Los infectados por el virus del placer de no viajar jamás volverán a subirse al potro de tortura llamado avión.