"Dios hizo el mundo", reza en el catecismo, proclaman los catequistas y repiten los catecúmenos. Dios creó al hombre, y los hombres inventaron a Dios, aventuran los filósofos. Dios no se creó 'a sí mismo', pero quizá se creó 'en sí mismo', avanza la ciencia con prudencia. Pero nadie sabe aún qué es Dios, y muchísimo menos quién es Dios.

Sin embargo, todos tenemos un 'Dios mío' dispuesto, propio y personal, de uso doméstico y cotidiano, formal y familiar, para los casos de apuro y en todos los asuntos de nuestra vida. Algo a lo que acudir y de quien servirse en caso de necesidad. Algunos tenemos hasta dos dioses: ese, el tribal y de la sangre, el totémico, el lar de los romanos, y el otro añadido, el intelectual, el elaborado por el/los conocimientos. El mío mental, por ejemplo, es tan elaborado como simple. ¿No se dice que Dios es eterno? pues entonces es el señor del tiempo, y por lo tanto, Dios es tiempo, lo que pasa es que nos dejó que nosotros manejásemos las horas.

Por supuesto, ahora viene la física y la relatividad y le echa un jarro de agua fría a mi idea mental, diciéndome: Pero atontao, si el tiempo no existe, es solo una percepción, si ya Einstein lo demostró, ¿ánde vas tú ahora con eso? Lógicamente, si el tiempo no existe, y Dios es el tiempo, Dios tampoco existe. Así que, entonces, voy y me reformulo la fórmula (válgame el cielo y la redundancia), y me digo a mí mismo: Pues si Dios no es el tiempo, a pesar de su eternidad y de disponer de todo el tiempo del mundo, entonces sí que creó la ilusión del tiempo, y para no perder la imagen con que terminé mi párrafo anterior, a nosotros nos arrendó las horas, para que jugásemos con su magia y aprendiéramos con ellas y de ellas.

Porque, en definitiva, de eso se trata, de jugar y aprender en infinitas partidas que, en realidad, son y pertenecen a una única y sola partida. Si estudian un poco la Historia de la Humanidad, verán que hemos fundado infinidad de civilizaciones que, indefectiblemente, todas han terminado en decadencia y muerte. Todas han desaparecido destruyéndose a sí mismas, empezando otra de las cenizas de la anterior. Pero cada una de ellas ha ido llegando un poco más lejos que la otra en todos sus parámetros de desarrollo humano, aunque, al final nos alcance la misma incapacidad de superarnos, decaigamos hasta nuestra propia destrucción y tengamos, otra vez, que empezar de nuevo.

Es como si fracasásemos, pero cada vez llegando algo más lejos. O como si, fracasando aprendiéramos a andar cada vez un tramo mayor de camino, por decirlo desde otra perspectiva de ese mismo camino. O sea, jugando y aprendiendo con esas (y en esas) migajas de horas que Dios nos presta de un tiempo que solo existe en nuestra imaginación pero del cual él posee el reloj.

Todo indica que esta actual y última civilización, como las otras, está llegando a su final. Las señales de su decadencia son claras. Tanto en lo moral como en lo material (si bien lo uno es consecuencia de lo otro). Algún avisado me opondrá: Acho, tío, esto es causa de la propia evolución, por lo tanto, es normal; así será, no lo niego. Pero para evolucionar está claro que hay que fracasar, y así aprender para reintentar. Y si en el fracaso arrastramos a, y arrasamos con, nuestro propios valores y medios naturales, solo cabe volver a la línea de salida y empezar de nuevo, y quedará lo que dejemos y nos pueda servir para reiniciar algo mejor. Hemos tenido muchos Finales de los Tiempos desde que el mundo es mundo. Muchos finales de partida.

Y ninguna ha sido la definitiva. En todas hemos llegado más lejos. Y, aunque siempre nos hemos dado jaque mate a nosotros mismos, también la siguiente nos ha sido dada con más escaques. El tablero cada vez parece ser más amplio y más grande. Sin embargo, ¿y las fichas? Porque, aunque Albert Einstein dijera aquella famosa frase suya que «Dios no juega a los dados», que bueno, que vale, que puede ser, pero con fichas sí que juega. Ya lo creo que juega.

Tengo una nieta de apenas ocho años que me soltó, así, sin anestesia ni epidural ni nada: «Yo no creo en Dios, abuelo, pero sí creo en el Karma», sonriéndome como un ángel, y sin querer decirme, la puñetera, donde leches ha aprendido eso. Si yo me retraigo a mis ocho jodidos años, en este tiempo de Dios en el que nos movemos, e intento revivir lo que yo pensaba entonces al respecto, me bloqueo como un pedrusco de granito. La diferencia es tan brutal, tan inimaginable, tan sideral, que siento vértigo€

Si una criatura hoy asume no creer en (el) dios que queremos enseñarle, pero sí entiende la arcaica doctrina que encierra una teoría de la evolución, parece un contrasentido, pero la verdad es que tiene mucho sentido. Para poder saberlo, tan solo hay que saber razonarlo.