El pasado lunes, recibía un mensaje en el que, junto a una foto de Ernesto Cardenal, decía: «Ha fallecido un hombre comprometido». Y fue como volver a recordar aquel tiempo en el que emergía la figura atractiva de un hombre, no muy alto, de apariencia frágil, de mirada inteligente y de sonrisa esperanzadora. Un hombre, poeta, traductor, escultor, teólogo. Un intelectual, en definitiva, que se convirtió en uno de los más destacados defensores de la teología de la liberación (una corriente teológica cristiana integrada por varias vertientes católicas y protestantes, nacida en América Latina, que se caracteriza por considerar que el Evangelio exige la opción preferencial por los pobres), y en un hombre comprometido con su tiempo, con la sociedad en la que le tocó vivir.

Y le tocó vivir en la época del llamado somocismo, como se denomina, en la historia de Nicaragua, al sistema dictatorial que impuso una poderosa familia, y que se mantuvo en el poder desde 1937 hasta 1979, fecha en que la Revolución Sandinista, con la que Ernesto Cardenal estaba comprometido, puso fin a la dictadura de la familia Somoza.

De cómo era este hombre, nacido en el seno de una de las familias más importantes de la Granada de Nicaragua, nos habla la ceremonia de entrega del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía, en 2012, cuando dijo: «Mi poesía tiene un compromiso social y político, mejor dicho, revolucionario. He sido poeta, sacerdote y revolucionario». Y dejó estas palabras para la historia como dejó también aquella imagen menuda, sonriente, de hombre humilde.

Una imagen que hablaba de su modestia, sí, y también pregonaba la inflexibilidad de un pontificado, el de Juan Pablo II. Inolvidable aquella imagen, en 1983, en Nicaragua, de Ernesto Cardenal, el sacerdote, el poeta, el ministro de Cultura del país, recibiendo arrodillado al pontífice, y cómo éste, con gesto duro, aparecía señalándole con el dedo índice, reprendiendo públicamente al religioso por formar parte del Gobierno sandinista (meses más tarde, le condenaba a no formar parte de la Iglesia). Pero él recibió el público rapapolvo con una sonrisa y la firme determinación de continuar haciendo aquello en lo que creía: «Mi fe es en Cristo, no en el Vaticano». «El cristianismo tal como lo vemos en el Vaticano no es el que Cristo quiso para la iglesia; pero mi fe es en Cristo, no en el Vaticano; si el Vaticano se aparta de Cristo, yo sigo con Cristo», explicaba Cardenal a la BBC en 2007. Y un hombre así tuvo que esperar la llegada al Vaticano del papa Francisco, alguien que comparte con él sus ideas de una Iglesia pobre y para los pobres, para ser rehabilitado y acercarlo de nuevo a la Iglesias católica.

De su altura moral nos habla tanto su acercamiento al Vaticano como su alejamiento de Daniel Ortega, al convertirse en su mayor crítico después de su regreso al poder en 2007. «Queremos simplemente que la pareja presidencial se vaya, no hay nada que dialogar (?). Ellos deberían saber lo que está pasando sin que yo lo diga. No tengo libertad para decirlo, no hay libertad de ninguna clase. Cualquiera puede sufrir la represión. Ni yo estaría libre tampoco».

No, Ernesto Cardenal nunca fue un cura al uso, y qué bien, porque si un cura al uso es el cardenal An tonio María Rouco Varela, que amenaza con bajar la aportación de la Iglesia católica a Cáritas, por ejemplo, si se obliga a la Iglesia a pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles, IBI (en Italia, país donde reside la Santa Sede, ya se exige a la Iglesia pagar el IBI), yo prefiero esos curas que, como el papa Francisco, defienden a los más necesitados y hacen gala de un discurso que incomoda a, por ejemplo, el mencionado cardenal.

Por cierto, cuando escribo este artículo aún no se ha celebrado la elección del nuevo presidente de la Conferencia Episcopal. Confío en que no sea el apoyado por el grupo de prelados afines a Rouco Varela. No sería bueno para la Iglesia.