De la vivienda de protección oficial en Vallecas al chalet de Galapagar hay un asalto a los cielos de por medio. Manifestaciones contra la casta parasitaria, acusaciones de corrupción a todo aquel que se gane la vida dignamente en algo que no provenga del Boletín Oficial del Estado, enfrentamiento social contra quien no tenga la oportunidad de encajar en algún colectivo que ellos encuadren como merecedor de especial protección social (por resumir, todo aquel que no sea de derechas está oprimido) y, por supuesto, lecciones de dignidad frente a todos los que les acusaran de denunciar hipócritamente un estatus social que repudiaban sólo porque no podían acceder a él.

Han pasado cinco años desde que llegara a nuestras vidas aquel tertuliano con coleta que trajo el concepto 'casta' a la vida pública española. Tanta fama y representación conseguida a costa de criticar todo aquello en lo que se ha convertido un lustro después sólo puede merecer un calificativo: previsible.

Que Pablo Iglesias sea ahora un buen señor de derechas, padre de familia numerosa con una mansión en la sierra de Madrid en la que educar a sus hijos gracias a las comodidades que le proporciona tener casa para el servicio en su parcela, es sólo la evolución natural a toda una vida pública de contradicciones latentes.

El Podemos original, de puño en alto y plazas abarrotadas, aspiraba a ser un partido que acabara con personas como él. Contra los que se apoltronan en el cargo, se enriquecen con la política, cambian su forma de vestir y hablar y se adaptan al sistema porque descubren mágicamente que la vida es más cómoda en la moqueta que luchando contra ella.

En su descargo, la hipocresía podemita no es sólo marca de la casa Galapagar, pues desde los anticapitalistas que viajan en business hasta los de Izquierda Unida que aparecen con traje a medida al segundo de tener carguito, queda suficientemente demostrado que la vida de persona importante debe ser demasiado atractiva como para que algo tan llano como tener principios sea más importante que disfrutar del coche oficial.

Pese a todo ello, evolucionar socialmente es positivo. Que los comunistas descubran que criar a un hijo (y no digamos tres) en el mejor entorno que uno se pueda proporcionar es casi obligatorio, para nosotros es estupendo. Que entiendan que tener asistente en el hogar es bueno para ellos, porque les permite trabajar y conciliar, y es bueno para el empleado, porque le proporciona un trabajo con el que llegar a fin de mes, es increíblemente positivo. Que sean conscientes de que tener una responsabilidad como ser vicepresidente del Gobierno no merece un sueldo de tres salarios mínimos, es un milagro.

Que pese a que apliquen todo lo anterior para sí mismos y sean todo aquello que aspiraron a destruir, pero aún así sigan dándonos lecciones a los demás de cómo oprimimos a todo aquel con el que nos cruzamos sólo porque no opinamos como ellos, es una vergüenza sólo a la altura de su hipocresía.

Ahora que la moqueta les ha cambiado para siempre, sólo queda que empiecen a querer para los demás lo mismo que se proporcionan a sí mismos. O al menos, que nos dejen en paz mientras nos odian en el trayecto de la puerta de la mansión al coche oficial. Con eso, por ahora, nos conformamos.