La pequeña casa del guardián en la que Yuri Zhivago había vivido antes con su familia se podía ver aún a lo lejos. Sus ojos la evitaban y huía de ella como de un viejo cementerio poblado por espectros portadores de penosos recuerdos. Había llegado con Lara Antípova igual que si fueran criminales y bandidos para entrar furtivamente en la antigua casa señorial de los Gromeko, cuya puerta, años atrás, él no se había atrevido a traspasar. Al romper el precinto que por orden de un comité revolucionario declaraba prohibido el acceso a aquella vieja reliquia, a aquel monumento de la vieja dominación feudal, estaban sellando definitivamente su destino como enemigos del nuevo orden, cualquiera que este fuese, emanado de la revolución.

Sin pensar ya en el inminente arresto, ni en las penalidades de la deportación, o peor, de una ejecución sumaria, aceptaban que iban a vivir tan solo un breve lapso de tiempo juntos antes de que se cumpliera la orden fatal que pesaba sobre sus cabezas y que para ellos estaba escrita con letra clara e imborrable en el libro del destino, donde también sus nombres se encontraban consignados en la misma línea. Rompieron las maderas con que se había sellado la entrada a aquel espacio fenecido. Cubierta y casi devorada ahora por la nieve parecía una antiquísima ruina arqueológica. Su aspecto tranquilo, frío y cristalino, como un palacio de hielo embrujado, hacía que cada estancia recordara a una habitación secreta, o a la cámara del tesoro de una estirpe largo tiempo desaparecida en la corriente tumultuosa y agitada de la historia, ahora silenciosa y quieta. Ningún beso, ninguna fórmula mágica devolvería la vida; ya no habría ningún 'levántate y anda'. Zhivago entró primero; enseguida reconoció, aunque lo hacía como quien sueña un sueño misterioso, las estancias familiares en donde había transcurrido su primera infancia. «Aquí», señaló con emoción difícilmente contenida, «la Tía Ana me enseñó a escribir». Había dado con el viejo escritorio familiar de madera que se encontraba en un estado aceptable y para su alegría aún guardaba papel, tinta y plumín, objetos que en una época de catástrofe total como aquella se habían convertido en más escasos que el oro y los diamantes pero también en algo inútil para la vida.

Con dificultad hicieron habitables unas pocas estancias, racionaron la leña disponible y el queroseno de las lámparas. Sabían que por exiguas que fueran sus reservas, éstas serían suficientes. Los lobos merodeaban por el lugar. Lara les temía, pensaba en la pronta llegada de los milicianos, pues la suerte de ambos estaba sellada. Zhivago había desertado de los partisanos y Lara era la mujer de un comandante enemigo. Aquel frío, bello y blanco mausoleo anunciaba su final. En aquellas semanas gozaron de una existencia fuera del tiempo real, sabiendo que habitaban un frágil ensueño semejante a los cuentos de hadas; un encantamiento que podía desvanecerse como una burbuja en el agua de lluvia, como una pompa de jabón en el aire sin que apenas hubiera dado tiempo a contemplar la perfección de su forma ni de los destellos y reflejos de su luz sonrosada.

Durante algunas noches Zhivago escribía, porfiaba por recuperar el oficio de poeta, algo que temía hubiera perdido. Acaso aquellos versos habían de ser los últimos de su vida pues no vivían días para poetas que cantaran el amor sino más bien para heraldos del Apocalipsis, de la muerte, del hambre y de la guerra. La vorágine les había arrojado como náufragos a las costas de aquel mundo helado. Ya no les quedaba nada salvo el amor que mutuamente se profesaban. En aquellas noches gélidas, Zhivago se deslizaba al viejo escritorio y con el envejecido plumín que aún cumplía impecablemente su propósito, arañaba el papel. Llenaba su blanca superficie con una corriente de bellos caracteres cirílicos en tinta negra, igual a pasos de un caminante perdido en la nieve. Y si bien había veces que el caminante, en efecto, se perdía y los pasos no llegaban a parte alguna, por fin encontró Zhivago el camino poético que le llevaba a Lara, rindiendo el último homenaje a un amor que había nacido para ser trágico. Sobre el escritorio apenas quedaba papel, por no hablar de la tinta ni de las velas consumidas, pero el libro estaba ya completo.

El tiempo se había cumplido. Con las primeras horas del alba Lara se aproximó, leyó el primer poema que llevaba su nombre y que daba título al conjunto. «Es algo precioso y maravilloso», dijo, «pero no soy yo. Eres tú». Zhivago señaló el título que rezaba Lara. Ella repitió: «Eres tú, Yuri». Y sus almas ya eran una sola.