Cuando Ransom Stoddard ( James Stewart) cogió el revólver del suelo, no pensaba en lo rápido que era Liberty Valance ( Lee Marvin), ni calculó las posibilidades que tenía contra un pistolero experimentado; a él le quemaba en las manos, ya fuera la derecha, inutilizada por el disparo que acababa de recibir, o la izquierda. ¡Si él no había utilizado un arma en su vida! Era un hombre de leyes, no de rifirrafes callejeros ni broncas de salón. Pero la libertad de un pueblo no puede construirse bajo la amenaza de un matón. No merece la pena vivir sometido a la tiranía del más fuerte o el más rápido.

¡Qué importa si realmente no fue él quien mató a Liberty Valance!, sino Tom Doniphon ( John Wayne). Lo verdaderamente importante era la reivindicación de los derechos ciudadanos y su arma era la voz y la palabra, la voz de quien no tiene miedo a la muerte, o tal vez sí, pero le repugna más la tiranía, pues importa más la dignidad del hombre libre.

El cine para la historia de los Estados Unidos es el poema épico que cantaban los aedos, el cantar de gesta del mester de juglaría. En ese paralelismo artístico, John Ford es Homero: el armador de una obra perfecta en su concepción, precisa en cada diálogo cargado de metáforas y figuras retóricas que constituyen un discurso completo en su argumento, nudo y desenlace, formada plano a plano como una poesía se construye verso a verso, como el ritmo de cada compás de una sinfonía, como las nervaduras de una bóveda. Todo tiene un tema, un significado y una concepción del mundo dirigida a un público que asiste a la liturgia de una experiencia casi mística.

La imagen popular de Estados Unidos está formada por muchos tópicos, bastantes prejuicios, algunas certidumbres y una infinidad de sospechas. Entre estas últimas, la que habla del paraíso de la libertad, salvo si se trata de la libertad de empresa, que generalmente nos lleva irremisiblemente a la servidumbre del individuo. El tópico de la democracia más antigua del mundo tiene su fundamento en su guerra de la independencia, una auténtica revolución que abolió el antiguo régimen monárquico, que por aquel entonces tenía poco de parlamentario. Ciertamente, se instauró un régimen con una estricta división de poderes, tan inspirado en la Antigua Roma, que a su asamblea más prestigiosa le llamaron Senado. El sistema político tiene especial cuidado en evitar la concentración de poder y en eso supera las estructuras políticas europeas, pero el espíritu calvinista y puritano de sus padres fundadores no ha sido especialmente cuidadoso en la impermeabilidad frente al poder económico y, como la Roma republicana, ha acabado siendo una plutocracia en la que campan a sus anchas los intereses espurios de las grandes multinacionales.

Con todos los peros, Estados Unidos conservaba un prestigio democrático en la solidez de las instituciones y en la capacidad de crítica, que no conocía límites a la libertad de prensa ni a la de expresión, incluida la artística, y también en ese individualismo que mantenía a raya el poder político de las facciones, inclusive los mismos partidos políticos. Hasta que llegó Trump al poder, con los republicanos tapándose la nariz y tragando carros y carretas. Su estilo, más que populista, es batracio, por su longa y elástica lengua, además de su increíble capacidad insectívora. No faltan admiradores en el continente europeo, pero quiero pensar que es fruto de los tiempos irreflexivos y despendolados. Nunca se había visto tal capacidad para enemistarse con sus colaboradores más cercanos desde aquel Felipe II de nuestras Españas, capaz de perseguir a su secretario Antonio Pérez más allá de su propio aforamiento y encarcelar a su propio hijo, acusado de conspirador. Generó el rey de terciopelo negro tal cantidad de odios, que desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar y la leyenda negra nos persigue y nos alcanza, pues tiene ecos entre hispanos a uno y otro lado del Atlántico.

La noticia anunciada del fracaso del impeachment, una moción de censura a lo anglosajón, tiene un especial significado de fin de una era. La venerada independencia de los senadores norteamericanos, tan permeables a veces a los grandes intereses financieros como inflexibles a cualquier disciplina de partido que se les pretendiera imponer, ha sido definitivamente enterrada, el último bastión de la libertad individual, en pro de un cierre de filas más propio de los tiempos de trincheras y desfiles bajo armígeras banderas.

Cada día que pasa nos depara nuevas imposturas que nos parecen increíbles y nos arrojan por tierra las pequeñas admiraciones que alguna vez pudimos tener por un país que pudo ser referencia para lo bueno, pero que sigue siendo señero en lo malo. Estados Unidos organizó, alentó o financió guerras en cualquier punto del orbe conocido. En Gettysburg se enfrentaron dos concepciones sociales antagónicas, pero en El Álamo, en Vietnam, Corea, el Golfo o el Chile de Allende, sólo confrontaron intereses políticos, comerciales y financieros. El impeachment reciente se parece más a Gettysburg, incluso a Saratoga y Yorktown, batallas en las que se decidió un nuevo orden político presidido por las ideas de libertad, igualdad ante la ley y división de poderes. Pero qué importan los valores de los padres que fundaron la patria, si lo que está en juego es la bandera partidista, qué la verdad y la traición de las reglas del juego democrático, si el acusado es uno de los nuestros, de nuestro partido, cuyos ideales tampoco importan demasiado. Las grandes batallas que cimentaron una historia gloriosa acaban de perderse.

Su última ocurrencia es la de que el Estado impida que el coronavirus nos ahogue, cuando él no ha tenido ningún empaque en asfixiar el Estado en aras de sus intereses privados. Dice que si gana, volverá a reactivarse la inversión económica.

Recuerdo aquella película en la que un bandido tenía atemorizada a toda la población, pero no lo hacía por pura maldad, tenía detrás el apoyo de los ganaderos y los grandes terratenientes. Liberty Valance está a punto de meter una bala entre ceja y ceja a James Stewart, el futuro senador? ¿o es a la democracia? Aquella escena que tenemos in mente no es sólo una película.