10 de enero

Trazo y huella. Una vez recorrí con Jesús Montoia un tramo del río Segura mientras él iba sacándome fotos aquí y allá; pretendía obtener a partir de ellas los dibujos con que ilustraría mi próximo libro, Cuadernos de tierra. Eso es algo que ya no ocurrirá nunca. Han transcurrido seis meses desde que murió de modo estrepitoso (siento escalofríos al pensarlo) y Amparo, su viuda, está promoviendo una exposición en su homenaje. Me pide a tal efecto un título y un texto. Al principio, no atino cómo enfocarlo; hasta que recuerdo su incurable tendencia a la dispersión que, de algún modo, le impidió explorar a fondo su talento. «De lo que hubiese podido llegar a ser», acabo escribiendo, «de lo que en la práctica logró ser como artista, esta exposición nos deja una prueba más que sólida». El título será Trazo y huella.

12 de enero

Albudeite. Albudeite es un pueblo aislado entre cárcavas de arenisca que se levanta sobre un meandro del río Mula. Los altos taludes excavados por la corriente protegen de improbables asaltantes un entramado de callejuelas que, seguramente, no habrá variado apenas su configuración desde época musulmana. Según parece, el nombre original (Al-Budayd) significaba «la del agua escasa». Hoy día, su número de habitantes supera en poco el millar. Entramos a un mesón (llamado Casa del Huerto) donde Salvadora nos sirve morro de cerdo con setas entre otras suculentas viandas. La gente de aquí habla con un acento extraño que se diría andaluz, pero que tampoco llega a serlo del todo; en cualquier caso, es distinto del que puede oírse en las poblaciones vecinas.

Tras la comida damos un paseo (entre abundantes malvas, acelgas y borrajas) por la base de un acantilado. Subimos al pueblo. Muchas fachadas son de hormigón o de ladrillo visto, como si estuviesen inacabadas, costumbre propia de estas tierras que nunca terminaré de comprender. Cae la tarde y la vista desde arriba es magnífica. Saco algunas instantáneas con el móvil. Un tipo con el torso desnudo, quien ha entrado por casualidad en uno de mis encuadres, se acerca a preguntar por qué hago fotos. La desconfianza innata ante la autoridad. Le digo que pierda cuidado, que no se trata de nada oficial. «¿O es que estabas haciendo algo ilegal?», bromeo. «Esto es un sitio tranquilo€ para viejos», se limita a decir. Y, en efecto, todo aquí parece transcurrir a un ritmo lento, distinto, ajeno al de nuestra vida ordinaria.

16 de enero

María Luisa Cambronero. De vez en cuando hago purgas en mi biblioteca y le llevo los títulos defenestrados a María Luisa Cambronero, quien suele atender la librería de viejo que Cáritas mantiene en la calle Mayor. Este diminuto local era, cuando llegué a Molina, el quiosco de Jesús Maeso. María Luisa suele estar sentada tras un mostrador muy alto que la hace casi invisible; todavía más en estos días gélidos, que exigen la cercanía de una estufa (ella no es como Maeso, quien iba con manga corta en pleno invierno). Abrigo marrón, pañuelo violeta al cuello, siempre pulcramente peinada y maquillada (pero sin exagerar) en su juventud trabajó en la librería Aula de la calle Andrés Baquero, en Murcia, clausurada en 1981. Durante los años setenta, me cuenta, mantenían un apartado clandestino que llamaban 'el Infierno', donde ponían a la venta libros prohibidos por la censura.

Entre ellos Cien años de soledad, publicado por la editorial Sudamericana. Esa misma edición estaba en casa de mis padres. María Luisa la leyó de corrido en tres días consecutivos, sumida en una especie de trance. Al año siguiente tenía previsto ir a Madrid, y González Cano le pidió que retrasara una semana su viaje, porque le tenía reservada una sorpresa. La sorpresa fue cenar, en el hotel Mindanao, con el mismísimo Gabriel García Márquez. María Luisa lo recuerda «coqueto, encantador, ronroneante». 'Gabo', así se refiere a él, le preguntó qué le había parecido Cien años de soledad, novela que aún no ostentaba el rango de clásico. «Me parece la Biblia», respondió ella; «empieza con el Génesis y acaba con el Apocalipsis». «¡Eso es!», exclamó el colombiano dando una palmada sobre la mesa.

No es 'Gabo' el único gran escritor que ha tenido ocasión de conocer. Camilo José Cela visitaba de vez en cuando Murcia para verse con Carlos Ruiz-Funes, quien regentaba una sombrerería en la calle Montijo y que (hombre de gran talla intelectual) se carteó con Aleixandre, Jorge Guillén, Gregorio Marañón o el propio Cela. Su correspondencia está recogida e inventariada en la Biblioteca Regional, aunque no sé si ha llegado a publicarse. El padre de mi interlocutora conocía mucho a Cela y se veían también con él en el decurso de tales visitas. «Era un encanto, educadísimo», sostiene ella. A lo que agrega: «Yo le decía: Camilo, estoy cansada de defenderte porque todo el mundo dice que eres un maleducado». Por toda respuesta, Cela reía a mandíbula batiente.

Tengo oídas, por Paco López Mengual, de que conoció también a los Panero, padre e hijos, y a Francisco Umbral. «Umbral era increíble», afirma componiendo un gesto embelesado; «siempre estaba hablando de su gato». (La gente se preguntaba cuántos años tenía el gato de Umbral, pero era que, cada vez que se le moría uno, conseguía otro de la misma raza). Lo conoció en una convención editorial y, más de una vez, almorzaron juntos en el café Gijón. Él le decía: «Qué guapa eres, María Luisa, y eso no se lo digo a cualquier mujer». «Pues menos mal», respondía ella, ya que Umbral narraba infinitos lances amorosos en sus libros. Sin embargo, su esposa, María España, le confió en cierta ocasión: «Para la gente, yo soy la mujer que lleva más cuernos de todo el país. Me miran con lástima€ Pero te puedo asegurar que jamás en la vida me ha engañado mi marido». Tal revelación, si no era un espejismo por parte de María España, me deja sorprendido; significa que he caído de bruces en ese error tan común de confundir al escritor con su personaje.