La reciente victoria de Boris Johnson en las elecciones británicas no solo vino a refrendar la decisión del Brexit, sino que puede llegar a desencadenar la ruptura del Reino Unido tras un posible plebiscito de independencia en Escocia, mayoritariamente partidaria de su permanencia en la Unión Europea. Pero, además, supone un duro golpe a la idea misma de la Unión Europea y a la pretensión de que sea posible lograr y mantener, alguna vez, una Europa políticamente unida, capaz de ejercer alguna influencia en el nuevo orden internacional que presumiblemente será liderado por China. Si a la desunión política unimos el hecho insólito de que las naciones europeas parecen haber decidido suicidarse demográfica y culturalmente, podemos preguntarnos si no nos encontramos ante el declive mismo de la civilización occidental, habida cuenta de que sus raíces y valores culturales también están siendo cuestionados en Norteamérica.

Este es un ejemplo de lo difícil que resulta realizar predicciones fiables en el ámbito de las ciencias sociales. ¿quién habría podido presagiar, hace 20 años, que el proyecto de construcción europeo podía terminar en un estruendoso fracaso? ¿Alguien dudaba, tras la caída del Muro de Berlín, de que el triunfo de las democracias liberales terminaría por imponerse definitivamente en todo el mundo, como único modelo posible de organización política? ¿Y quién habría imaginado a comienzos del siglo XX que Europa se vería, en menos de 100 años, relegada de su posición de primacía y en riesgo de caer en la más absoluta irrelevancia en el tablero político mundial?

Es verdad que a lo largo de la historia se han sucedido terrores apocalípticos infundados que presagiaban el final de la civilización, basándose simplemente en la proximidad de determinadas fechas simbólicas. Pero con más frecuencia ocurre que los seres humanos tendemos a creer que todo lo que ha sucedido responde a una necesidad histórica y a pensar que los hechos suelen responder a la lógica y a la coherencia de los acontecimientos. Como nos aterra pensar que el azar rige nuestras vidas, solemos tratar de buscar explicaciones de tipo causal a los eventos que nos sorprenden por inesperados, prefiriendo achacar la sorpresa a una falta de previsión, antes que a la imposibilidad misma de que los hechos fueran predecibles.

Como explica Nassim Taleb en El cisne negro, la aparición de estos hechos inesperados (los 'cisnes negros' a los que hace referencia el título) vienen a poner de manifiesto la fragilidad de nuestro conocimiento. Nuestra capacidad de predicción en el ámbito económico y social, en demasiados casos, se circunscribe a predicciones sencillas, inmediatas y en un entorno estable. Pero una vez sucedido un acontecimiento inesperado, tratamos de justificar su inevitabilidad o, al menos, la lógica de que se haya producido, resaltando aquellos datos que habrían permitido predecirlo, a la vez que desestimamos los que apuntaban en otra dirección. Así, nuestra ilusión de que podemos controlar los acontecimientos se mantiene intacta, y con ella, nuestra falsa percepción de seguridad, que nos da cierta tranquilidad ante un futuro siempre incierto.

Muchas personas, aun prescindiendo de creencias religiosas, están convencidas de que la existencia del universo debía desembocar inevitablemente en la aparición de la vida, y que esta debía evolucionar, indefectiblemente, hacia formas inteligentes; cuando, en realidad, la evolución de la materia hacia formas de autoconciencia y, por lo tanto, de inteligencia, constituye un fenómeno altamente improbable que podría no volver a suceder, si una vez desapareciera.

Asimismo, gran parte de los europeos creen que el desarrollo de las sociedades humanas no podría tener otro resultado que el del triunfo de la razón sobre la barbarie y el establecimiento de sociedades democráticas; y que, una vez logrado, este hito constituye un punto de no retorno que no es necesario proteger, ya que tenderá a mantenerse siempre por su propia idoneidad.

Sin embargo, estas personas obvian el hecho de que solo en Occidente se han producido las revoluciones liberales que alumbraron las democracias europeas y norteamericana, que más tarde se exportaron a otros lugares del mundo, y que su persistencia y viabilidad futura no es algo garantizado por la lógica inexorable del devenir histórico. Así, se permiten el lujo de cuestionar o incluso renegar de sus raíces y valores, y se entregan alegremente al relativismo de considerar que todas las culturas son igual de valiosas y respetables, porque consideran que los logros históricos de nuestra civilización no corren peligro alguno. Pero si aprendemos la lección que nos brinda la teoría del cisne negro, debemos considerar que la instauración del imperio de la ley bajo la forma de un estado de derecho en el que todos los ciudadanos sean libres e iguales, en el que se respeten los derechos de las minorías, y en el que el poder sea ocupado temporalmente, y de acuerdo con el estricto cumplimiento de las leyes, por personas elegidas democráticamente, pudo no haberse logrado nunca, y una vez alcanzado puede perderse de nuevo. Y debemos tener presente que los hechos históricos más traumáticos, así como aquellos que provocaron el colapso de una civilización, en muchos casos no se pudieron prever unos pocos años antes de que se produjeran.