Era de noche en Burgos, y yo tenía tres años. Habíamos llegado a la residencia unos meses antes, no íbamos a quedarnos mucho tiempo, y mis padres pensaron que esa era la mejor opción. Para lo poco que estuvimos, qué intensa fue nuestra estancia allí, y qué recuerdos tan especiales han quedado en nuestra memoria, sobre todo de las otras familias que compartieron con nosotros aquella temporada.

No sé si aquella noche fue la del día en que me perdí en la deportiva, y me encontraron después mis padres, tras una angustiosa búsqueda, sentada en el comedor de la residencia y comiendo yo sola tan tranquila, o si fue la del día en que mi hermana cayó al agua helada de la fuente y constató no sólo lo fría que estaba el agua, sino que la capa de hielo que la recubría, si te subes encima, se rompe.

El caso es que aquella noche no podíamos salir de la habitación, porque habían ordenado a todo el mundo encerrarse y no salir bajo ningún concepto. Yo no sabía qué pasaba, y desde luego no estaba en condiciones de saberlo a través de las únicas palabras que se oían, que eran 'toque de queda'. Habían prohibido salir, pero nadie había dicho nada sobre asomarse por una rendija. Así que, aunque mi madre no quería que saliéramos a la puerta, a pesar de que ella misma también estaba mirando con la puerta entreabierta, yo conseguí meter mi cabecita y ver algo. No se me olvidará aquella visión del pasillo de la residencia, lo primero, cómo todas las puertas que yo podía ver, desde mi reducido ángulo de visión, estaban igual que la nuestra: con un ojo o media nariz asomados, mirando asustados. Y cómo en el pasillo que nos separaba, corrían de un lado a otro un montón de hombres, corpulentos y recios, yendo de un lado a otro, casi todos terminándose de vestir, colocándose guerreras, cinturones, y abrochándose botones a la carrera. Había habido un golpe de Estado. Mi madre contó años más tarde, cómo una señora más mayor, amiga suya y civil, le había dicho que, si mi padre no volvía a una hora prudente, nos cogiera a los tres (angelito, aún no había nacido), y se fuera con nosotros de la residencia, sin decir a nadie que era la mujer de un militar. En caso de que la situación no se recondujera, la residencia podía ser un objetivo, y todos los militares también. Ella cuenta cómo se le heló la sangre al pensar en la mera posibilidad de tenerse que ir, sin saber adónde, en una ciudad desconocida, donde sus únicos conocidos eran otros militares. Y con tres niños, la mayor de ellos de siete años.

Han pasado muchos años de aquello, y los únicos y principales responsables del episodio ya lo pagaron bien pagado, prácticamente con su vida tras pasar no sé cuántos años en prisión, y ser desde entonces unos apestados. No le quito un pelo de gravedad al episodio, aunque aún no se sepa quién fue de verdad el responsable, ni si era único. Y sin embargo la ley cayó entonces con toda su fuerza. Punitur quia peccatum est.

A la vista de todo aquello, tan lejano, y ahora que se trata de modificar el Código Penal para dulcificar las posibles penas de los actuales rebeldes, incluso recibiendo como a un Jefe de Estado a quien no es ni diputado, me cabe la duda de si la estrategia dará resultado y de si logrará amansar a las fieras, pero mucho me temo que no.

Ya que hemos empezado hablando de militares, podemos rescatar ese aforismo de que la espada no se desenvaina sin motivo, ni se envaina sin honor. Me pregunto entonces con qué honor estamos envainando la espada, poniéndonos de alfombra y bajando la cabeza, en vez de mantenerlas en alto, la espada y la cabeza, después de haberles condenado en juicio. Si vis pacem, para bellum era lo que decía Julio Cesar: que si quieres la paz, prepares la guerra.