La mayor parte de los seres humanos fueron nómadas dedicados a la caza y la recolección. Lo fueron durante centenares de milenios de historia humana, hasta hace apenas unos diez o doce mil años que se extendió la práctica de la agricultura y la ganadería.

Durante todo ese tiempo la organización social debió seguir un criterio elemental: todos los que pudieran cazar o recolectar lo hacían, con la sola excepción de los que por alguna razón estaban impedidos, es decir, ancianos, enfermos o heridos, niños y mujeres durante la lactancia y el final de la gestación. Es razonable suponer que la obligada permanencia de estos grupos en los campamentos base los convirtió en los cuidadores del fuego.

La posesión del fuego convirtió al hombre en el señor del espanto de las fieras, colocándole en la cima de las formas de vida. Además, una vez vencida la oscuridad y el frío de la noche y del invierno, el hombre pudo poblar las zonas templadas y frías del planeta. Sin saberlo, se había sobrepuesto a los movimientos de rotación y traslación del planeta que condicionaban su vida.

La posesión del fuego abrió en el mundo un lugar a salvo del frío, de la noche y de los peligros. Vigilar el fuego era vigilar todo eso y mantener vivo el principio de la civilización. Freud sugirió que la mujer fue la encargada de la custodia del fuego porque no podía entablar con la llama erguida los duelos fálicos que empujaban al varón a miccionar sobre él. Es una posibilidad€ ocurrente.

Lo cierto es que el fuego se preservó junto a los más impedidos y dependientes de entre aquellos nómadas. Cuidar de ellos era cuidar de los cuidadores del fuego. Pronto, vigilar el fuego debió de convertirse en velar el sueño de los que se congregaban al calor de su entorno, y es una imagen adecuada de cómo la civilización, a pesar de todo, depende de esos espacios de templanza donde cabe estar a salvo. Velar la indefensión ajena es vigilar el fuego del hombre.

Fue en esas sociedades en torno al hogar -el lugar del fuego- donde se rompió la jerarquía comensal que reina entre los animales: come primero el que puede evitar que otro lo haga antes. Al contrario, en las sociedades humanas en torno al fuego, comen primero los que menos pueden valerse por sí mismos para conseguir el alimento: los enfermos, los niños, los mayores. Por eso, miles de años después, nuestros cuchillos de comer ya no son los de cazar, con punta y filo, pues entre los que comen juntos representamos que no hay hostilidad ni competencia.

Así como los cuchillos romos son un vestigio recordatorio de la civilización del comer entre los hombres, es posible que ofrecer el alimento antes de comerlo guarde bajo su cortés nimiedad la memoria arcana de evitar que la comida sea motivo de disputa. Para comer los humanos procuramos la aprobación de los próximos.

Y algo de esa memoria arcana tiene que guardar el mandato de ceder el lugar a los mayores, a los enfermos y a las mujeres con niños, precisamente. Cuidar de ellos sigue siendo ahora como entonces, cuidar del hombre y ponerlo a salvo, es decir, convertir nuestras sociedades en el lugar donde los impedidos están a salvo, y, mediante ellos, también se salva lo humano del hombre.

Cuando en 1945 los estadounidenses bombardearon Hiroshima y Nagasaki, el ejército japonés ordenó que se evacuaran primero todos los varones jóvenes sanos, es decir, los capaces para proseguir la guerra. Los heridos, los ancianos, los niños y las mujeres a su cargo no eran prioridades estratégicas. La barbarie de aquellas bombas y de la lógica belicosa de quienes las utilizaron y las padecieron, no es más que un caso de todas las crisis de la humanidad y de la civilización en las que los capaces han postergado a los dependientes.

Vigilar que el fuego no se apague y que el mundo no deje de ser un hogar a salvo para el hombre es cuidar, en primer lugar, de todo lo humanamente indefenso, dependiente e invalido, y, después, de toda forma de vida expuesta a nuestro poder. No es un lujo que nos podamos dar en tiempos de abundancia, sino una urgencia en toda circunstancia de la que depende que seamos capaces de preservar la humanidad del hombre.

Por eso todo lo que hace relación a los nacientes, a los murientes o a los dependientes no es asunto que quepa tratar a la ligera y entre aplausos para celebrar que los que quieren morir ya pueden hacerlo con nuestra ayuda. No hay mucho que celebrar en la muerte, aunque se hubiera pedido desde el sufrimiento o la desesperanza.

Esta es una discusión medular para la civilización: ¿Cómo cuidamos de los que no se pueden cuidar por sí mismos? ¿Y entre esos cuidados cabe incluir el no dejarlos nacer o matarlos cumpliendo sus deseos? ¿Puede obligarse a todos a que asuman las convicciones de la mayoría eliminando, por ejemplo, la objeción de conciencia de los profesionales?

Es claro que en nuestras sociedades hay al respecto visiones contrapuestas y sensibilidades morales divergentes que hay que reflejar en nuestros ordenamientos jurídicos. Pero, en cualquier caso, dar la discusión por cerrada remitiéndose a la libertad de los que valiéndose por sí mismos pueden evitar nacimientos o precipitar muertes de los que no pueden nacer o morir por sí mismos, es, en el mejor de los casos, una frivolidad.

Es una insoslayable responsabilidad que nos compromete como sociedad discutir abierta y respetuosamente sobre las formas expuestas de la vida humana y nuestras obligaciones al respecto, porque, sobre lo que no hay duda es que dejar de cuidar de los que no pueden hacerlo por sí mismos, es apagar el fuego y extender la intemperie, convirtiendo el mundo y nuestras sociedades en lugares expuestos al frio y la oscuridad.