Sus señorías no salían de su asombro. Unas a otras se miraban extrañadas preguntándose si estaban oyendo lo mismo. Las más avezadas creían que todo era fruto de un recurso de la oratoria del líder que, al final, acabaría dejando sorprendidos a propios y a extraños. Quienes habían hecho de la sumisión virtud en todo momento asentían sin percibir apenas lo que sucedía. En la tribuna de prensa muy pocos se dieron cuenta de que aquello era extraño. Igual ocurría entre el escaso público que había acudido a presenciar el debate. Qué más daba, porque solo estaba allí con el fin de hacer su papel de clac, dejarse ver como estómagos agradecidos que eran. Lo de menos era el contenido de la intervención. Lo de más que se les viera€ por lo que pudiera pasar.

Para Alfonso, sin embargo, no pasó desapercibido que ocurría algo. Eran muy escasas las jornadas en las que el guión fuera distinto al previsto. Conocía el arranque y el cierre de todos y cada uno de los portavoces que habían desfilado a lo largo del tiempo. Y podía adivinar las palabras hasta de quienes aún no se habían estrenado desde el atril o el escaño. Casi treinta años como ujier en el parlamento servían para algo. Vamos, se lo iban a decir a él, que no se le escapaba detectar en el ambiente un tono reseco en mitad de un debate que estaba reclamando un cambio de vaso para engrasar las cuerdas vocales. O un amago de insulto, una rara improvisación o la falsa impostura de quien se da por sorprendido ante una réplica presuntamente no prevista. Tres décadas de oraciones subordinadas, de adjetivos mal utilizados, de imprecaciones artificiosas de quienes se sienten ofendidos por la verdad más verdadera, no pasaban en balde.

Por eso dirigió toda su atención a quien tenía el uso de la palabra, que no era otro sino el amado líder, el faro que guía nuestros pasos, la mente preclara en momentos de oscuridad€ o cualquiera otro de los calificativos con los que solían referirse sus seguidores. Le resultaba muy extraño que hubiera iniciado su intervención pidiendo disculpas por si lo que iban a escuchar no era lo que se esperaba de él. Incluso el propio orador, como si estuviera a punto de perder el control sobre sí mismo, miraba de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer. Comenzó con la fuerza y la confianza de quien se sabe poderoso en el cuerpo a cuerpo, pero en pocos instantes levantó la mirada buscando a alguien entre el público o detrás de las columnas que circundaban el hemiciclo. Para Alfonso estaba claro que algo pasaba. Que aquello no estaba previsto. Que en esa sesión programada ya casi nada era predecible. Sus sospechas quedaron completamente confirmadas cuando notó que en los asientos de la oposición los móviles y las tabletas se dejaban a un lado y las miradas se concentraban en la tribuna.

A la disculpa inicial le siguió la confesión de que, a él, en realidad, la política le importaba muy poco. Que lo que de verdad hubiera querido ser era bombero, pero su cuerpo no le acompañó en la adolescencia. Que prefirió pegarse al lado de un amigo al que idealizaba, el que lo invitó a meterse en el partido, y que siempre hizo lo que aquél quiso. Que había mentido en muchas ocasiones, y que lo sentía. Que había engañado a personas que confiaron en él, y que se había dejado llevar por quienes en realidad manejan los hilos de su pequeño mundo, a cambio de saborear el sentirse importante, adulado, amo y señor de toda razón y con un bolsillo lleno sin apenas esfuerzo por su parte.

No dejaba de elevar y bajar la mirada a los papeles colocados en el atril. Era consciente de que leía por primera vez este discurso, mientras se daba cuenta de que no podía detenerse o acordarse en realidad de porqué tenía que estar allí ese día, de cuál era el asunto que le había convocado a la tribuna. Porque todo lo que salía por su boca, redactado en Arial cuerpo 16, era en realidad cierto. Que una sola vez lo había confesado en voz alta, en una noche de confidencias durante uno de sus muchos viajes de trabajo. Y que sólo lo pudo hacer con su asesor de confianza, con la persona con la que pasaba más tiempo que con su familia, con alguien que un día se sintió periodista y que, lo acababa de descubrir, era el responsable del entuerto en el que estaba metido y que ocurría en esos momentos.

La hasta entonces voz de su amo se había cansado. Ya no podía más. Su esquizofrenia no daba más de sí. No ansiaba otra cosa que poder ajustar la coherencia entre el pensamiento, la percepción, las emociones y la voluntad. Y lo hizo como mejor sabía. Sólo Alfonso adivinó lo que había pasado al verlo marchar del hemiciclo al fondo del patio de butacas, entre el público, para volver a ser periodista. Mientras tanto, el amado líder aún no había concluido su intervención y, lo más gracioso, o terrible, es que no sabía cómo hacerlo.