8 de enero

Cita con Montiel. Hoy tengo dos citas importantes. La primera en el hospital, donde van a practicarme una endoscopia tras esa puerta que lleva rotulado 'campo magnético intenso'. Soy introducido (en calzoncillos y bata desechable) dentro de una enorme máquina con el logotipo de General Electric. Debo permanecer tumbado e inmóvil durante una hora, aguantando inoportunos calambres en los pies y un insistente cosquilleo en la frente. Tengo los ojos cerrados y tapones de espuma en los oídos. A veces, la máquina retumba como un tren; otras parece música tecno; otras, una alarma de evacuación. Tengo la sensación de que, en cualquier momento, voy a ser propulsado por alguna escotilla al espacio exterior. Cuando por fin concluye la prueba, el médico me aconseja que beba mucho durante la jornada.

A mediodía entro en el Continental Bistró. Ángel Montiel me ha invitado a comer aquí tras recibir mi mensaje explícito de que pronto abandonaré este dietario. Fue él quien me engatusó para escribirlo, así que, desde el punto de vista narrativo, parece idóneo mantener un encuentro cara a cara en los compases finales. Si bien le tengo aprecio, la realidad es que apenas nos conocemos. He llegado al local antes de la hora acordada y me siento a la mesa que ha reservado con un botellín de cerveza en la mano. Conozco este restaurante; preparan unos arroces deliciosos y no es raro toparse con algún que otro político local. Tal vez Montiel viene aquí por eso, porque es una fuente de donde abrevar la información con que nutre sus columnas.

Aparece, puntual, con camisa azul a rayas de Ralph Lauren, barba entrecana y las guedejas de cabello gris flotándole por detrás de la nuca. No es una persona demasiado atildada; tampoco yo. Una jarra de tinto aterriza sobre la mesa. Si hay alguna sombra de incomodidad entre nosotros, pronto se desvanece. Considero a Ángel Montiel uno de los mejores estilistas (si no el mejor) de toda la prensa regional; quería decírselo y así se lo digo. Cito una frase de Billy Wilder, para quien encargar a Scott Fitzgerald que escribiese guiones de Hollywood era como pedirle a un escultor hacer cañerías. Análogamente, el talento de Montiel está muy por encima de esa deleznable materia que maneja: la política autonómica y local.

Él, por su parte, alaba este diario, del que incluso recuerda pasajes aparecidos hace muchos meses. Cuando me sugirió empezarlo, alguien le preguntó: «¿No sabes que Moyano es funcionario del ayuntamiento de Molina? ¿De qué va a hablar, de expedientes?». Pero lo cierto es que, en dos años, apenas he mencionado nada de índole laboral. Montiel ya confiaba en ello; sabía que lo importante al escribir es la perspectiva desde la que se contempla el mundo. Lector habitual de mis libros, recuerda cuánto le gustaron los personajes de la pensión Malabo en el primero (El amigo de Kafka), y considera Dietario mágico una de las cumbres de mi bibliografía. Yo contraataco diciéndole que, cuando él se jubile, desaparecerá uno de los últimos periodistas de raza en la Región de Murcia.

Alcanzado este nivel casi vomitivo en el trueque de elogios, mi interlocutor parafrasea el famoso diálogo de Reservoir dogs: «Vamos a dejar de chuparnos las pollas». Así que dejamos de chuparnos las pollas y, mientras damos buena cuenta de la paella y se posa sobre el mantel una segunda jarra de vino, hablamos de la crisis en la prensa escrita, de quién podría ser mi sucesor como diarista (barajamos varios nombres), de la fama de conquistador que mi propia mujer le atribuye (no sé si intentaría ligar con ella en sus buenos tiempos). «Se hacía lo que se podía», sonríe Montiel, quien no oculta el éxito que le proporcionó entre las féminas ser el único periodista que aparecía entonces por televisión.

Después de comer nos acodamos en un bar de la calle Correos y pedimos dos vasos de Cutty Sark. No serán los últimos. Hablamos de Francisco Umbral, de quien Montiel ha leído todos sus libros. Cuenta que, cierta noche, fueron a recogerlo al aeropuerto de El Altet. Apareció un tipo grande, de movimientos acartonados y manos enormes, que recordaba al monstruo de Frankenstein. Por todo equipaje llevaba una bolsa de El Corte Inglés. Ya en Murcia, exigió un vaso de leche. Una vez que encontraron un bar abierto y se lo sirvieron, vació la bolsa llena de fármacos sobre la mesa y los barajó con aquellas zarpas hasta dar con algo que añadió a la leche. Nada más bebérsela, murmuró con voz de ultratumba: «Llevadme ya al hotel. En un minuto estaré durmiendo».

Es noche cerrada cuando un taxi nos traslada a la redacción de LA OPINIÓN. Después de dos años como colaborador habitual, ardía en deseos de visitarla. Montiel me presenta a su director, José Alberto Pardo, y a varias personas que se hallan ultimando la edición de mañana. Cuando finalmente nos despedimos, declino su oferta de llamar a un taxi: prefiero ir andando hasta la Circular y coger allí un autobús de línea. Nada más poner el pie en la calle, me doy cuenta de que voy como una cuba. Acabo extraviándome, incluso, por un trayecto que conozco de memoria... Para que luego me dedique a darle consejos a Miguel Ángel Hernández. Quizá el médico no se refería a esto por la mañana cuando me ha dicho que bebiera mucho.

9 de enero

Budistas y molinenses. Me encuentro por el paseo Rosales a Joaquín Martínez, 'Alicandete', a quien veo más delgado. Hablando de hacer ejercicio, me cuenta que colgó para siempre la bicicleta después de que un camión lo arrastrara por la carretera fracturándole clavícula y cráneo. Se nos une José María Bermejo, 'Comelobos',reciente converso al budismo; durante una regresión (nos explica) ha descubierto que fue ingeniero naval en Baltimore: la gorra de marino que suele llevar sería reminiscencia de esa vida anterior. Una cuarta persona se incorpora al grupo, Santa Cruz García Piqueras; ayer nos vimos en el hospital y me pregunta cómo fue la prueba... De pronto, adquiero conciencia de haber terminado integrándome en esta Molina a la cual (habituado a las grandes ciudades) me llevó muchos años adaptarme. Sin embargo, esto empieza a parecer ya una manifestación y ruego amablemente a mis contertulios que la disolvamos.