Cuando el escritor John Millington Synge visitó entre 1893 y 1902 las islas de Aran, frente a la bahía de Galway, pretendía estudiar y conocer mejor la cultura y la lengua autóctonas de su país. Sin embargo, una vez que los recuerdos de sus visitas fueron publicados en 1907 resultó obvio que había encontrado algo más.

Los habitantes de las islas de Aran arrostraban una vida admirable por su dureza y llena de penalidades económicas. Las familias pobres estaban continuamente al borde del desahucio, acontecimiento infamante al que asistía indignada toda la comunidad, pues el ultraje al hogar era la suprema catástrofe. Existía por ello una estrecha unión entre los isleños contra el enemigo común que eran los agentes de la ley, percibidos como extranjeros y opresores. Todos se ayudaban entre sí frente a las autoridades y se buscaban con urgencia avales de última hora para evitar las confiscaciones o se ocultaba el ganado en otra propiedad. En realidad, la propia idea local de justicia tenía poco que ver con la ética o la equidad, y aunque existían tribunales informales, por todas partes aparecía el impulso universal de proteger al criminal porque no pesaban nada las pruebas condenatorias en aquellos lugares donde eran plenamente operativas las lealtades locales y de sangre.

En esta empobrecida sociedad de pescadores prevalece el riesgo constante de morir prematuramente, ahogado o despedazado contra las rocas a bordo de las barcas tradicionales de pesca. La pobreza material era tal que no se dejan sin aprovechar ni las tablas abandonadas para emplearlas más tarde en la fabricación de ataúdes, aunque aún pudieran apreciarse estampas de la vida cotidiana más amables como la trilla otoñal del centeno, o la reconstrucción de los tejados de paja sin que haya una auténtica especialización del trabajo, razón por la cual la muerte cualquier artesano, escaso y además sin aprendices, pudiera llegar a ser una auténtica catástrofe económica.

En este mundo la tradición oral se encuentra aún viva y fuerte. Poetas iletrados, auténticos bardos, entonan viejas canciones. Eran los ancianos quienes enseñaban tradiciones y baladas. La cultura escrita era escasa, y si los forasteros aparecían con ejemplares impresos de canciones tradicionales, no era raro que alguna anciana las cantara en una versión diferente. En las islas viven seres sobrenaturales del viejo folclore celta y ocurren hechos milagrosos todos los días del año. Incluso el reino animal forma parte de este mundo en el que los conejos son capaces de hablar al final de la madriguera o tocar la flauta y despistar al cazador; animales de mal agüero (como el perro y el gallo) son oráculo de desgracias futuras. Los duendes acechan en los caminos y en el campo viven las brujas; las cosechas se echan a perder por la acción de malos vientos y hasta el centeno se puede convertir milagrosamente en avena. Brujas, duendes, gigantes, monstruos marinos, fabulosos pájaros que ponían huevos de oro forman parte muy real de las islas. Lejos de ser alegres compañeros de los isleños estos seres son fuente de inquietud y de peligros.

La muerte temprana de tantos recién nacidos se achaca a la maléfica acción de los duendes, identificados con ángeles caídos y demonios, que raptan a muchos niños de noche. Los duendes se presentan por los caminos asustando a los solitarios que se encuentren a su paso. Las muertes repentinas o misteriosas se atribuyen igualmente a estos funestos seres; y de la misma manera se explican los testimonios de fallecidos que regresan de su tumba, como la historia de una mujer de cuya muerte se hacía responsables a los duendes y que cada noche regresaba para amamantar a su hijo. No existía una separación tajante entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como atestigua la tradición del joven que se vio asistido por sus abuelos difuntos cuando cruzaba el bosque encantado de las ánimas; se decía además que mirando al Oeste se podía ver el alma de los muertos. Los duendes son maestros del engaño y son capaces de condenar con añagazas a andar errante por el mundo a una de sus pobres víctimas; asimismo son artífices de su propia música, una música misteriosa que también ha sido escuchada por los pescadores saliendo del interior de los acantilados, pues el mar es también fuente de encanto y misterio. No pocas veces un pasajero fatal atrae la mala suerte y puede acarrear la perdición de la nave; más funesto aún es el destino de las embarcaciones que cometen el sacrilegio de ir a navegar vísperas de día festivo. En el fondo marino se encuentran misteriosas herramientas sumergidas; cantares antiguos hablan de barcos completos que aparecen y desaparecen misteriosamente.

Synge contempló el mundo de las islas ya en su ocaso, empobrecido y amenazado por la despoblación y la emigración, en trance de desaparecer con toda su complejidad lingüística y cultural. Pese a todo ello y a despecho del tiempo transcurrido, todavía es como si los duendes de las islas continuaran enviando recados burlones a través del legado póstumo de unas líneas escritas hace más de cien años. Quizá estas presencias primordiales sean de hecho anteriores al hombre, independientes de este, y continúen ejerciendo su llamada hechicera en claros del bosque, recodos de río y curvas de sendas casi olvidadas, largo tiempo inexploradas a la espera de un nuevo encuentro.