Nunca supe por qué la cortina solo la arranqué y salí corriendo. Era grande como una tienda de campaña, así que la instalé como si se tratase de una, envolviendo mi pequeño refugio como una crisálida. Esa tela frágil me protegía de viento, sol, lluvia, polvo y todo cuanto se colaba por las rendijas. Por supuesto, estaba el asunto del olor. La señora Carmen había fumado durante treinta años en su pequeña salita de estar, junto a la ventana custodiada por la cortina. Ahora olía a los rayos del sol que la habían asediado cada día, a la flor del naranjo cuyo aroma empujaba el viento hasta la ventana abierta, a la marchita señora Carmen y, sobre todo, a tabaco. La fragancia impregnaba cada rincón de mi escondite.

A veces me quedaba ensimismada mientras miraba la cortina, y me imaginaba que estaba observando una bóveda celeste extraña, alienígena, como si se tratase del firmamento que se podía observar desde un planeta muy distinto a la Tierra. Ahí se veían nebulosas de nicotina, grandes manchas que parecían moverse sobre un firmamento amarillento.

Sin embargo, había reservado una esquina, un trozo de ese cielo, para los momentos en que la simple contemplación no era suficiente. Entonces cogía la pintura y, con mis propios dedos, acometía mi lienzo. La cortina no era estable, se arrugaba, doblaba, absorbía la pintura y esta se mezclaba con la arena, el viento, el sol, la lluvia, el olor del naranjo, de la señora Carmen y del tabaco. En esos momentos recordaba el pasado, antes del cataclismo y del éxodo, cuando no existía el barrio murciano y sus pobladores no eran expatriados que malvivían en las afueras de Madrid. Dibujaba con delicadeza con esos pensamientos en mente, con la señora Carmen, que había cuidado allí en Murcia, cuando todavía no vivía en una cárcel al aire libre, antes de arrancar la cortina y salir corriendo. Cuando terminaba, admiraba mi obra, y después volvía a contemplar el firmamento.

Mientras tanto, aguzaba el oído y, si no llegaba hasta mí ningún sonido de alerta, un ulular, o quizá un silbido suave, no habría patrullas cerca, podía salir del refugio. Apartaba un poco la cortina y una placa de uralita, y me deslizaba en silencio. Ningún habitante de las chabolas de alrededor sabía que en un hueco que quedaba entre sus hogares estaba mi refugio. Solo lo sabían algunos neandertales que moraban en otros huecos cercanos. Eran sus ululares y silbidos los que flotaban por el suburbio para avisar a otros neandertales de que las patrullas andaban cerca.

Sin llamar la atención, cubierta para tapar mis rasgos neandertales, me movía entre las personas, huyendo de miradas y de problemas. Cada salida era un riesgo, una posibilidad de topar con indeseables, con alguien que me odiase por ser quien soy. Extremaba la precaución, me acercaba al mercado y compraba o robaba lo que necesitaba para sobrevivir en mi refugio. A veces, cuando podía, volvía con carga de más para aquellos menos hábiles o más enfermos. En una de esas ocasiones, me topé con una patrulla, y me quedé congelada, mis músculos no se movieron. Uno de ellos se acercó mucho, dispuesto a apartar mi capucha para interrogarme. Aspiró con fuerza cuando su nariz estaba a menos de un palmo de mí y se rio. Dijo que no olía como ellos, pero que tenía un serio problema con el tabaco. Quiso, de todas maneras, quitarme la capucha y hacerme un par de preguntas, pero entonces se formó alboroto en la plaza y la patrulla se olvidó de mí.

Salí de allí deprisa, y no paré hasta llegar a mi refugio. Cuando me recuperé del susto, fui en silencio hasta el escondrijo de un anciano febril, uno de los míos. Le di un poco de comida y le conté una historia en voz baja. El sueño le alcanzó y marché a ver a un joven que vivía un poco más allá. Me contó que la distracción del mercado la había provocado él y le di las gracias. Compartimos la cena en silencio. Me marché tras la caída del sol.

Era el mejor momento, cuando las sombras me cubrían las espaldas y el fresco nocturno alejaba la pesadez del día. Siempre demoraba la vuelta a mi refugio, a la cortina, mientras miraba arriba, a la bóveda celeste de mi planeta.