Los seres humanos no somos parásitos. A pesar de todas las maldades que podamos cometer, no lo somos. Entonces ¿por qué este afán por rebajarnos? ¿por qué esta furiosa competición por contar la historia más oscura que quepa imaginar? ¿de dónde surge esa aceptación resignada de la hostilidad como relación fundamental entre las personas? ¿por qué las películas y las novelas que triunfan tratan siempre de lo mismo: violencia, odio, desesperación? ¿por qué el mal nos parece interesante?

Parásitos se ha llevado todos los premios. No hay duda de que es una buena película. Un thriller original y trepidante con una radical crítica política. Sin embargo, su denuncia del sistema salta por lo aires con una delirante lucha de clases en la que todos son parásitos unos de otros. «No trato de decirte cómo cambiar el mundo o cómo debes actuar cuando algo está mal. Solo muestro el terrible y explosivo estado de la realidad. Esto, creo, es la belleza del cine», dice su director, Bong Joon Ho.

Cruel y entretenida, se ha dicho de ella. Exacto. ¿Pero no será que es entretenida porque es cruel? Solo ha querido mostrar el mal, dice su director. La película lo denuncia, claro, pero se queda atrapada en su propia fascinación por él. Y de esta forma, al contrario de lo que cree su director, la belleza resulta excluida.

El filósofo Roger Scruton creía que había una conspiración contra la belleza en el arte contemporáneo motivada por la negación de la posibilidad de un mundo mejor. Y la entendía como una forma de profanación porque destruye el camino que nos permite imaginar un reino aparte donde prevalece el orden moral y espiritual. El verdadero arte no elude el mal, pero se esfuerza en verlo como un sacrificio que nos interroga a cada uno de nosotros en el centro de la vida. La belleza es un camino hacia el descubrimiento de lo valioso y eterno del ser humano. Negarla es condenarnos a la condición de parásitos sin posibilidad de redención. Queriendo ser provocador, es un arte reaccionario; riéndose de la violencia, permanece ciego ante ella. Con su odio a la belleza, destruye la experiencia de la libertad. La pornografía de la violencia se ha convertido en una especie de compulsión de los que odian la belleza para imaginar el mundo como si el amor ya no formara parte de él.

Lo resumía bien la espectadora a quien Enrique Nieto escuchó decir: una cucaracha más y me voy.