Anoche cuando dormía soñé ¡bendita ilusión! que había una investidura y Gobierno de coalición. Antonio Machado me perdonará, pero el sueño empezaba con sus versos, y los sueños sueños son. Soñé que los distintos diputados y diputadas subían a la tribuna, apocalípticos o integrados, según su color y su naturaleza. Soñé que la bancada de las derechas se revolvía inquieta, insatisfecha, y que intentaba gestionar su frustración lanzando gritos de: ¡Viva España! Cada vez con más desazón. Hasta ahí todo normal. Pero entonces soñé que después de uno de esos gritos algo cambiaba, y de pronto en el lado izquierdo, el bloque progresista respondió a una sola voz: ¡Viva!

Incluso en un sueño, el grito sonó intempestivo, y no solo me sobresaltó a mí. La turbación a la derecha del hemiciclo era total. ¿Viva? ¿España? Pero, ¿podían gritar eso desde el otro lado? Santiago Abascal y Pablo Casado se miraban el uno al otro como dos niños que hubieran perdido su juguete, e Inés Arrimadas se examinaba la punta del dedo índice como si acabara de descubrir que tenía la pólvora mojada.

Al momento, cambió la escena. Soñé entonces que estábamos en la sala de audiencias del Palacio de la Zarzuela, bajo la adusta mirada de Felipe VI y del pueblo español todo, que asistía al evento a través de las cámaras de televisión. En mi sueño, los miembros del nuevo Gobierno juraban por los dioses de su agrado, o prometían por ningún dios, por su conciencia, por su honor, por Snoopy o por Mafalda, pero al final todos acababan su juramento invariablemente con un: «y por España». Soñé que pronunciaban la palabra España sin vacilar, con determinación y alegría; ministros, ministras y ministres; homosexuales y heteros, comunistas, ecologistas, feministas, republicanos y socialdemócratas.

Soñé que estábamos ya en las escaleras de la Moncloa y la plantilla al completo de Pedro Sánchez posaba ante las cámaras como los X-Men con sus carteras llenas de poderes. La lógica de mi sueño seguía in crescendo y, mientras brillaban los flashes, de pronto, una de ellas, tal vez Camen Calvo, ¿o fue Irene Montero? espontánea y exultante, gritó: ¡Viva España! A lo que un estallido de euforia patriótica, de este y del otro lado de las cámaras, respondió: ¡Viva!

Todo el país había gritado, excepto, vivir para ver, el lado derecho del hemiciclo. La voz en off de Machado volvió de nuevo al sueño porque era esa, recitaba el poeta; la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y de alma quieta. La España que tenía en ese grito al fin su mármol y su día, su infalible mañana, que en mi sueño era por fin ya hoy.

Los toros de (Bertín) Osborne, que sin duda habían confundido 'investir' con 'envestir', seguían mirándose unos a otros como príncipes destronados, y era miedo más que extrañeza lo que había en los ojos de esos nietos mimados de la dictadura, temerosos de que alguien se hubiera dado cuenta por fin de que, en democracia, el amor de la madre patria se reparte entre todos los hermanos por igual.

Mientras algunos irreductibles intentaban responder aquel ¡Viva España! con un: «¡Y Venezuela!», empecé a sentir que el sueño se esfumaba. Durante unos segundos de lucidez, en ese instante cotidiano y maravilloso en el que pasamos de un mundo a otro, sentí cierto alivio. Pero esa sensación no duró mucho. La realidad se hizo definitivamente conmigo. Y desperté.