El 22 de noviembre de 2018, el diputado Baldoví subió a la tribuna de oradores del Congreso con una naranja, que no era valenciana. Procedía de Suráfrica, y eso es precisamente lo que denunciaba el representante de Compromís: mientras se importaba masivamente naranja de aquel país, la fruta valenciana se pudría en los árboles. Todo ello en virtud de los acuerdos comerciales suscritos entre la UE y el África meridional, en función de los cuales cantidades ingentes de productos agrícolas de aquellas latitudes se comercializan en Europa. Pensemos en las circunstancias que rodean este asunto: multinacionales operan en países pobres de África, Asia y América Latina, producen bajo unos estándares ambientales, sociales y fiscales muy alejados de los europeos e introducen su mercancía en la UE, de la mano de empresas intermediarias vinculadas a nuestras mayores comercializadoras, provocando un sustancial descenso de los precios locales. Se llega al extremo de hacer pasar frutas y verduras cultivadas en Marruecos, más baratas y sin control sanitario comunitario, como si fueran de Almería, a través de la manipulación de etiquetados.

Ése es el llamado libre comercio, que representa la primera de las causas de la ruina de buena parte de quienes salen a la calle a protestar estos días. Liberalismo que no es tal, sino dumping con efectos devastadores para nuestra producción agrícola y ganadera, auspiciado por intereses transnacionales que dictan a los Gobiernos los tratados comerciales. Todo en nombre del sacrosanto libre mercado, el cual es pisoteado una y otra vez por quienes dicen haber hecho bandera de su defensa.

Mercado que también se vulnera en el segundo de los aspectos que conforman la situación de penuria que ha desatado la ira del agro español. Me refiero a lo que se ha dado en llamar, por parte de distintas organizaciones agrarias, la uberización de las relaciones productivas en el campo. Bajo este sistema, los agricultores se convierten, de facto, en asalariados de fondos de inversión y capital riesgo que se han hecho con una parte relevante del sector agropecuario a través de contratos de compraventa que suscriben con quienes siguen siendo formalmente los dueños de las tierras que trabajan, aunque sujetos a las condiciones y precios que, desde una posición de dominio, les imponen aquellas corporaciones agroalimentarias. Este esquema se completa con la presión de las grandes distribuidoras, constituidas como oligopolio frente a pequeños productores, a quienes imponen precios irrisorios (de hace no menos de veinte años) por las cosechas, de suerte que el coste en origen de un pimiento se puede ver incrementado en un 800% cuando llega a manos del consumidor.

Así lo reconoció no hace mucho el director general de ASEDAS, la asociación que engloba a varias cadenas de supermercados, cuando afirmó que los agricultores debían integrarse en cooperativas para tener una mayor capacidad de negociación frente a aquéllas. Estaba reconociendo, quizá sin medir lo suficiente el alcance de sus palabras, que sus empresas representadas imponían los precios a los agricultores, dada la escasa 'capacidad de negociación' de éstos. Pienso que esta declaración debería ser considerada por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) como elemento de prueba de prácticas contrarias a la libre competencia por parte de esos amplios espacios a los que acudimos para abastecernos.

En definitiva, estamos ante un desequilibrio en el reparto de la renta agraria. La parte del león se la llevan quienes especulan, desde una situación de poder de mercado, comprando por debajo de coste a quienes producen los alimentos y vendiendo caro a quienes los compramos.

El Gobierno puede actuar a través de la CNMC y, en última instancia, garantizando, en el marco de la UE, unos precios mínimos de intervención en origen y un estudio de los márgenes de quienes se llevan el grueso de las ganancias. Y es que la Constitución dice que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y que se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Pues eso. Que se cumpla.