Si hay una imagen que represente el sueño americano y la voluntad e imaginación de sus emprendedores es la de un par de chavales fundando una compañía en un garaje. De esa forma nació Hewlett Packard en 1939, fruto de la inicitiativa de Bill Hewlett y David Packard, dos universitarios de la universidad de Stanford que empezaron a fabricar aparatos de precisión para la industria electrónica y que en 1968 dieron el salto a la electrónica de consumo lanzando al mercado las primeras calculadoras de bolsillo. A esos pioneros siguieron una abultada lista, que engloba a gigantes de las tecnologías de la información como la Apple de Steve Jobs y Steve Wozniac, la Amazon de Jezz Bezos o la Microsoft de Bill Gates y Paul Allen en 1975, o Google, que nació en un garaje de Menlo Park en San Francisco. También Disney, el mayor imperio del entretenimiento que el mundo ha conocido, nació en un humilde garaje con espacio para un solo coche en Anaheim (California), fruto de la iniciativa de los hermanos Walt y Roy Disney, un animador llamado Ub Iwerks y el inestimable apoyo económico de un tío de los hermanos Disney que creyó desde el principio en su proyecto.

Y si hay una imagen que represente lo que ha cambiado el mundo del emprendimiento empresarial desde la época de las 'garage start up' es un coworking lleno de jóvenes imberbes jugando al futbolín, tomando una sauna o haciendo músculo en el gimnasio de estos sofisticados espacios en los que se supone que la fertilización cruzada de ideas y conocimientos de los emprendedores que allí trabajan producirá resultados maravillosos en términos de apps rompedoras o tecnologías disruptivas. El futbolín, el gimnasio y la sauna han sustituido convenientemente a las noches de insomnio, la escasez de recursos y las jornadas interminables de trabajo de los emprendedores primitivos. La fertilización cruzada de ideas es sustituida a menudo por la fertilización a secas, si nos atenemos a las lujuriosas historias de las que somos testigos en el coworking donde se localiza de la entretenida serie argentina Millennials de Netflix.

De los magros recursos con los que contaban los emprendedores en la época de los garajes, hemos pasado a una amplia disponibilidad de capital a la búsqueda del próximo Facebook, Google o Amazon, que hicieron millonarios a los que apostaron por estas compañías en sus salidas a Bolsa y bilonarios a los capitalistas de riesgo que les otorgaron viabilidad con su dinero en sus momentos iniciales. Si hay algo que distingue al ecosistema empresarial americano es la disponibilidad de inmensas cantidades de dinero y la disposición de sus poseedores para apostar fuertemente por iniciativas empresariales de alto riesgo. Algo muy alejado de la realidad europea, española y murciana, reflejada por la frase tópica ampliamente difundida entre nuestros emprendedores locales, que dice: «De momento, Instituto de Fomento».

Emprender desde cero en este país siempre ha sido un cosa complicada, paliada parcialmente en estos últimos tiempos por las ayudas y subvenciones regionales procedentes de Fondos Europeos. Pero ni el capital riesgo ni las ayudas oficiales son un sustituto para un clima social que favorece las carreras funcionariales en detrimento del riesgo empresarial. Por suerte o por desgracia, yo decidí emprender cuando mi padre, empresario de toda la vida, acababa de perder su negocio de cálculo y fabricación de estructuras de hormigón en una de las cíclicas crisis que azotan nuestra economía con regularidad implacable. Así que tuve que acudir a un crédito de 300.000 pesetas que me facilitó mi amigo Heliodoro Castro, director entonces de la sucursal del Barclays en Cartagena.

Mi negocio de publicidad no nació precisamente en un garaje, sino en una espléndida oficina del Gran Hotel cuya renta me regaló por seis meses mi otro amigo y propietario del local, Juan Ángel Zamora, de la familia del Licor 43. Ese local sirvió para demostrar a los posibles clientes, y a los competidores con su moral devastada por la fuerza que percibían en el naciente proyecto de que la iniciativa iba en serio y había nacido para triunfar. La oficina del Gran Hotel y los contactos empresariales de mi padre con sus clientes promotores me dieron el margen suficiente para que la llamita de TAM TAM (la marca de esta aventura), se consolidara en el fuego de un proyecto empresarial que cinco años más tarde podía presumir de oficinas en Cartagena, Murcia, Alicante, Madrid y Pamplona, y que me valió el premio de Empresario del Año que convocaba la Escuela de Empresariales. En Cartagena, en concreto, trasladamos nuestro centro de trabajo al piso encima del Catalán en Puertas de Murcia, que después ocupó la fundación cultural de la CAM. Hizo falta otra crisis (esta vez la que siguió a los fastos del 92) y la deslealtad de mis socios/amigos de este primer proyecto para tumbar un proyecto empresarial muy rentable y creativo, con un futuro que parecía entonces imparable.

Paradójicamente, el gigante del coworking empresarial, WeWork (oficialmente The We Company) está sufriendo de la enfermedad de la que adolecen muchas de las empresas innovadoras que aloja en sus cinco millones de metros cuadrados de espacios para coworking en todo el mundo, principalmente en Estados Unidos. WeWork tuvo unas pérdidas de mil ochocientos millones de dólares en el último ejercicio contable, motivando un desplome de su valor en bolsa del 99%, cuyo principal perjudicado es su principal financiador y sponsor Softbank, un fondo de inversiones de riesgo con capital japonés y saudí. Esa pérdida de valor también ha sido la causa de la destitución de su CEO, el glamuroso ejecutivo y cofundador del invento, el israelí Adam Neumann.

El lugar para el inicio de un proyecto empresarial es relativamente importante, a juzgar por la historia de las 'garage start up', la de WeWork y la mía propia. Ni el glamour de un coworking, ni la austeridad del garaje de una casa, ni las apariencias de una oficina premium en el mejor edificio de la ciudad aseguran el éxito ni auguran el fracaso. No hay ningún sustituto para una idea que genere valor en el mercado, la ilusión de triunfar por cuenta propia, el apoyo moral o a veces económico de las tres 'f' (familiy, fools & friends), mucho trabajo y un poco de buena suerte.