Hay dos tipos de personas: las que se quejan de todo y los que se alegran o disfrutan. Los que se quejan siempre están mal y encuentran lo peor de cada momento y cada situación: tienen la habilidad de resaltar siempre lo negativo. Los hay que se alegran y saben disfrutar de la vida diciendo: «Qué bien que mañana es lunes y vuelvo a ver a mis alumnos y tengo un trabajo que me hace sentir válida y gente que me espera desde por la mañana€». Hay personas que protestan de los atascos, del ayuntamiento, del transporte, del tiempo, de los políticos, del calor o del frío, del aire acondicionado del autobús, de los ancianos y de los niños, de todo lo que les rodea.

Yo creo que la diferencia entre las personas felices y las tristes es en el motivo por el que se levantan, o por el que hacen las cosas. A mí me gusta levantarme para disfrutar, para ayudar, para amar a los de alrededor. He leído con provecho a Paloma Rosado. Su libro La revolución de la fraternidad plantea que la felicidad del ser humano pasa por lo que la ciencia está descubriendo, gracias a imágenes cerebrales obtenidas con las técnicas de neuroimagen. Practicar el altruismo, la empatía y la compasión aumentan el aporte de oxígeno a los núcleos cerebrales relacionados con el bienestar y la felicidad.

Me gusta a mí pensar «que la calidad de nuestra vida es la calidad de nuestras relaciones», porque la vida está hecha de pequeños encuentros. Todos transmitimos algo: somos como bombillas, motivamos, ayudamos, influimos, animamos o desanimamos, acariciamos la vida de la gente, agradecemos y potenciamos.

Todos tenemos que aportar algo a la sociedad, nuestra tarea o nuestras habilidades. Hay que plantearse para qué quiero vivir. Porque vivir es apasionante y cada día es diferente al anterior y cada ser humano con el que estás también es distinto.

Vivir para admirar, para gozar de la belleza que nos rodea, del entorno, de nuestro hogar, de las plantas que adornan nuestra casa, admirar el amanecer, que cada día es diferente. No hay cosa más bonita que gozar del atardecer que nos regala cada día. Y saber disfrutar de todo, sin que la rutina nos robe el placer del agua fresca mañanera, del café que nos espabila, de las galletas, del frescor de la fruta, de cada bocado que ingerimos y nos pone en marcha para el día. Y, por último, vivir para ayudar a los que viven contigo, a los que les haces el día alegre y cálido desde que les saludas con tu sonrisa por la mañana, al que camina contigo al trabajo.

A mí me gusta explicar a mis amigos cuánto pueden alegrar la vida a la gente, con su sonrisa y simpatía, siendo amables, ayudando o jugando un poquito con alguien.

No me gusta nada cuando al saludar a alguien y preguntarle cómo está te contesta que «va tirando». Eso es una pena, pues significa que vive aguantando la vida o soportando lo que el día le trae. Un anciano conocido mío decía: «No hay que vivir tirando, hay que vivir recogiendo todo lo que la vida nos da y las sorpresas de cada día y de cada persona».

El optimismo, igual que el ejercicio físico, es un factor de protección del cerebro activo, que siempre uno puede intentar hacer, para aumentar su calidad de vida. Siempre hay pequeños comportamientos que mejoran la vida y se puede ir adquiriendo e introduciendo en nuestro vivir.

Sería bueno intentar aprender a ser mejor persona, a vivir más alegre, a ser más entusiasta, a vivir en base a unos principios, acercándonos más a la grandeza y alejándonos de la mediocridad.

El verdadero bienestar no es solo un estado externo, ni tener todo lo que necesitas, sino también una situación anímica, un estado mental y emocional. Todos deberíamos poner condiciones para mejorar nuestra calidad de vida. A mí me ayuda la fe a vivir con actitud agradecida a los que me rodean, a los que me sirven, me acompañan, me complementan o me cuidan. También me impulsa mi fe en Jesús a intentar amar a los que me rodean y ser un poco sal de la tierra, como dice el Evangelio, y yo creo que no podemos los cristianos ser grises ni tristes, pues tenemos un Padre que nos quiere tanto y que nos impulsa constantemente a la plenitud y a la felicidad.

Otro beneficio de la fe es que tengo facilidad para perdonar, por lo que no estoy nunca resentido con nadie. Me perdono a mí mismo mis errores y se los perdono a los demás, y así la mochila de mi vida va menos pesada. La frase 'Ama y haz lo que quieras' me llena la vida de sentido y de misión, y es así como me gustaría vivir y gastar la vida y, sobre todo, mi vejez, llenándola de amor y de ternura, de comprensión y de empatía, acompañando la vida de los demás de forma cercana y cálida.

La felicidad tiene mucho que ver con la paz interior, la calma mental y la serenidad. Y la oración, el rato de dialogo con Dios y con uno mismo, ayuda a conseguir esa paz interior y esa calma mental.

La relación con Dios favorece las actitudes positivas y las emociones afectuosas hacia uno mismo y hacia los demás. Ayuda a frenar las actitudes negativas, de queja, de crítica y de rigidez interior. Hace falta saber transformar nuestros pensamientos negativos en actitudes positiva hacia los demás, el mundo y el entorno.

Tiempo para interiorizar

Dicen que el gran mal de nuestro tiempo es que las personas no tienen quince minutos al día para el encuentro consigo mismos o para la reflexión, que están todo el día corriendo y oyendo diferentes ruidos, pero no escuchan su música interior, no saben cómo están o qué les ocurre. Dedicar un tiempo, aunque solo sea unos minutos al día, a estar en soledad ayuda a mantenerse centrado en las verdaderas prioridades de la vida y ayuda a evitar la negligencia que invade la vida de tantos de nosotros.

Y disfruta, disfruta con todo lo que haces, con el trabajo, con el estudio, conduciendo, paseando, jugando al tenis, en una reunión, en el metro, caminando, paseando, cocinando, planchando y con todo€ Si no sabes disfrutar con lo que haces, mejor déjalo y cambia de actividad. Porque el truco no está en hacer todo lo que te gusta, sino en hacer que te guste todo lo que haces.