La primera vez que le vimos, dentro de la cocina del chiringuito, se le veía moverse entre los cacharros, siempre con su gorrito puesto. Debía de ser un gorro de cocina, pero era algo pequeño, y a él le quedaba como de juguete. Desde ahí se asomaba cada rato por la ventana que comunicaba la cocina y la barra, y hacía como que vigilaba el cotarro.

Se hacía llamar Charly, al final resultaba más práctico y más fácil que su nombre de pila, que era una mezcla de letras de resultado impronunciable. Nunca me atreví a preguntarle si lo había recibido en herencia, o si fue el santo del día, cuando vino al mundo. Charly no tuvo suerte ni con el nombre.

La temporada que nos dio por ir al chiringuito, dondequiera que nos sentásemos en la sala él nos buscaba con la mirada, para sonreírnos a través de su ventana. Si nos acercábamos lo suficiente a la barra, se asomaba como un perrito para saludarnos. «¡Ho-hola!», «¡qué-qué tal!», y si la boca no le seguía, continuaba el saludo sonriendo y asintiendo con la cabeza. No volvía a sus quehaceres hasta que no le devolvíamos el saludo. Mientras tanto, él esperaba, como distraído o haciendo como que preparaba comandas, pero con un ojo puesto en nosotros, para volverse de inmediato si le decíamos algo. Como todos los inocentes, Charly no perdía la sonrisa. Cada poco, su amo le daba órdenes. Se las gritaba, más bien. Ese sí que parecía un perro, pero de los otros. Cuando asomaba gruñendo en su idioma, te daban ganas de irte de allí, tú también. Está claro que tener apariencia humana no garantiza tener humanidad.

Poco a poco Charly fue tomando confianza, y si su amo le dejaba, salía a la sala y saludaba a los críos. Si no se ponía nervioso, nos decía qué platos había preparado él, de los que habíamos pedido, y cómo había puesto este o aquel ingrediente, para que pareciese una cara o quedara más bonito. A mi me inspiraba ternura verle tan entusiasmado.

Estaba muy contento con ese trabajo. Decía que su jefe era bueno, aunque gritara y se enfadara. Le pregunté si era bueno porque no había matado a nadie, y me contestó que aunque no siempre le pagaba la nómina entera, al menos le daba de vez en cuando veinte euros o algo de comida para su perra? Si me lo preguntas, es por eso por lo que yo le llamaba el amo.

Charly siempre había sido camarero y conocía ese oficio, pero en el tiempo que había estado en paro hasta que apareció el dichoso amo, había contraído alguna deuda. Un día vino medio llorando con una carta en la mano, porque le habían demandado. Me preguntó, con un hilo de voz, si después de eso iría a la cárcel. Madre mía, si las deudas fuesen delitos ¡no habría cárceles bastantes! Con una declinatoria trajimos el pleito a Murcia, y finalmente, tras casi dos años de historias, llegamos a un acuerdo y por cuatro perras se acabó el asunto.

Cuando le llamé para contárselo era ya otro. Había dejado al amo y se había ido a vivir fuera, con la primera oportunidad que pasó. Me dijo, en una explicación a lo Forrest Gump que, aunque él no fuese muy listo, sabía lo que era que le tratasen bien.

Ahora tenía una novia, y estaban pensando en casarse. Cuando me dijo que era brasileña y con varios hijos, uno de ellos deficiente, pensé que Charly había cambiado de amo, y ahora lo que tenía era un ama. Aun así, y como sabía cuánto deseaba que alguien le quisiera, le dije lo que me alegraba por él y le deseé mucha suerte. Sólo espero que las necesidades de su nueva ama y de sus hijos sean lo bastante grandes como para que Charly no tenga que aprender hasta dónde llega el egoísmo del ser humano. Cuando pasen la cita ante la inspección de extranjería, saldremos de dudas.