No hace mucho el Invierno se presentó como huésped en mi casa, pues sabe que le trataré con el respeto que se merece. Tiene la amabilidad de enviar primero a sus emisarios: el Viento que doblega los árboles; la Lluvia que bate las ventanas o la Helada que cae como un cuchillo capaz de cortar la piedra, para finalmente presentarse él mismo. Con una dignidad carente de afectación me suele ofrecer la mano abierta. Otros no tienen más remedio que saludarle y sufren un apretón helado; pero yo, que nací en lo más profundo de la estación oscura, le esperaba como a un padre.

El momento es propicio, cuando el cielo está aún despejado, para salir a la montaña. Viejos senderos y puestos de cazador abandonados junto a santuarios y monasterios cuyo origen se pierde en el tiempo, se hacen visibles al caminante que escudriña entre antiguas cuevas de eremitas y penitentes. De sus habitantes apenas queda algún recuerdo en los nombres que los lugareños dan a las grutas. Restos de ciudadelas emplazadas en las alturas vigilaron un día los pasos montañosos que conducen al mar frente a un enemigo al que esperaban año tras año, ahora no son más que la huella de una pisada antigua sobre tierra endurecida. Aquí tanto la presencia de lo primordial como el eterno tránsito del tiempo se hacen patentes. Me anima la visión de un árbol de raíces retorcidas al borde de un precipicio y las simas que se abren en la tierra conduciendo a profundidades inexploradas. Las heridas que la montaña sufrió en tiempo inmemorial, cuando unos brazos largo tiempo desaparecidos hicieron de sus laderas una cantera, me indican que una generación tras otra ha sido empujada a la falda de la montaña, como una ola sucede a la otra estrellándose frente al acantilado en un movimiento eterno y recurrente.

A la vuelta de estas largas exploraciones, sobre la vieja mesa de madera que me sirve de escritorio, abro las sagas recogidas por los hermanos Grimm, las leyendas alemanas que refiere Heinrich Heine y las tradiciones de los Urales que tan bellamente transmitió Pavel Baschov. Entre ondinas y espíritus de los bosques, hay un lugar destacado para las historias de la montaña. Pueblos subterráneos, espíritus de las minas, tesoros ocultos tras galerías misteriosas, mineros que descubren todo un mundo oculto en el interior de la montaña poblada por tentadores espíritus femeninos, hay quien dice que la misma Venus. Entre las sagas más hermosas están las historias del rey de la montaña. Un poderoso monarca duerme el sueño centenario, pero no todo lo que está enterrado ha muerto. A este rey le llaman unas veces Carlomagno, cuya barba crece a través de la roca; en otras ocasiones se piensa que sea Federico Barbarroja que a veces abre los ojos al oír a lo lejos el cautivador canto de un pastor, al que un siervo sobrenatural del rey ha conducido ante su presencia para que, venciendo su miedo, vuelva a ejercitar su voz. El poderoso monarca escucha la música que le devuelve los ecos de una vida que no ha acabado de abandonar, parece suspirar por el mundo de fuera y le pregunta al pastor si los cuervos aún sobrevuelan las montañas. Una pregunta que parece cargada de la melancolía y la nostalgia de un durmiente que se ha unido a la montaña hasta casi confundirse con ella; ante la respuesta afirmativa, los párpados del rey se cierran pesadamente para cien años más.

Pero un día no sólo despertará el rey de la montaña, sino todos los héroes que viven entre las ruinas del castillo de Geroldsack. Una gran batalla se espera en la que se verá de nuevo al rey salido de sus roquedales y en ella se decidirá el destino del mundo. Dicha batalla se librará en Walserfeld. El desnudo árbol sobre el cual cuelga el escudo real empezará a verdear cuando llegue el momento predestinado por el Hado. Esa será la señal que precederá al retorno justiciero del rey. Las barreras del tiempo desaparecen ante nuestros ojos, pues no está claro si la batalla de Walserfeld ya fue librada antaño cubriendo el suelo de sangre o ha de librarse todavía en un futuro mesiánico cuando el solitario árbol muerto del que cuelgan las armas comience a recuperar vida y vigor. Todo se diluye en aquello que es único, eterno, intemporal y primigenio. Me complazco en penetrar estos misterios a través de las hermosas sagas con que el dios del invierno me obsequia semejante a un sabio abuelo cargado de años que contara, con la sabiduría que dan siglos sin término, hermosas historias atesoradas expresamente para sus hijos y nietos. Entre amenas conversaciones, mientras la tarde declina y se advierte la amenaza aún lejana de una tormenta en el horizonte, pienso en cuantas nubes han cubierto y cubrirán aún el cielo sobre la montaña inmortal en un ciclo sin fin.