Es difícil imaginarse, siguiendo las noticias día a día, el salto cualitativo que supondría para la industria del automóvil la adopción de los coches eléctricos como la forma más común de fabricar un semoviente (denominación que también se usaba para los mulos y los caballos cuando hice la mili).

En estos días estamos asistiendo a una especie de montaña rusa bursátil con el precio de las acciones de TESLA, empresa fundada y dirigida por el sudafricano Elon Musk y que parece llamada a convertirse en una especie de Google de los coches eléctricos y de la conducción autónoma (pero esto va para más largo de momento).

Un inversor que comprara acciones de Tesla en el mes de diciembre habría visto más que duplicado su valor apenas un mes más tarde, pero también tendría que asistir a caídas del 17% como sucedió el 6 de febrero. Eso sucede porque Tesla no es una compañía normal, del mismo modo que su fundador y presidente, que lo es también de la compañía aeroespacial Space X, tampoco es un tipo que se acerque ni remotamente a lo que el resto de la humanidad consideramos normal. Por lo pronto, Tesla se considera ante todo una compañía tecnológica, y para dejarlo claro desde el principio, instaló su sede en Silicon Valley. Esto de por sí (al margen de que sus coches sean eléctricos) la diferencia del resto de los fabricantes de automóviles, sean alemanes, estadounidenses o surcoreanos.

Los coches de Tesla son una maravilla de ingeniería electrónica. Los expertos dicen que en este campo lleva un adelanto de por lo menos cinco años al resto de los fabricantes. Sus coches llevan un software muy sofisticado que se va actualizando remotamente, como si fuera un teléfono móvil. Este software a su vez alimenta el big data de la central de Tesla, que de esta forma puede mejorar la usabilidad y las funcionalidades de las nuevas actualizaciones que se instalan en sus coches. El control que ejerce Tesla, incluso una vez vendido un automóvil, se ilustra con un caso reciente de usuario al que se le privó desde Tesla de la funcionalidad de conducción autónoma (valorada en 7.000 dólares) por el hecho de haber comprado el vehículo de segunda mano y no haber pagado (por segunda vez) los derechos de uso de esa funcionalidad.

Como sucede con todos los avances tecnológicos, los puntos débiles que impiden un progreso más rápido se concentran en el hardware, no el software. En este caso son las baterías, cuya tecnología solo vio un cambio sustancial con la explosión (a veces literalmente) de los teléfonos móviles y la consolidación de la versión de ion-litio. Por decirlo claramente, la ingeniería de los coches eléctricos serían un juego de niños comparados con los de combustión interna si no fuera por el reto que supone el desarrollo de baterías ligeras, eficientes y no contaminantes. De hecho, aún no se ha superado la barrera sicológica de las 400 millas (unos 640 kilómetros) de autonomía, que harían del coche eléctrico un auténtico competidor de los automóviles térmicos y no lo que son ahora: un pequeño nicho de mercado para snob y caprichosos que pueden permitirse un coche de autonomía limitada.

De momento, es la lucha contra la crisis climática, a través de incentivos públicos reforzados por prohibiciones de circular por grandes ciudades lo que está tirando de la demanda de coches eléctricos. La apuesta por el coche eléctrico del futuro, de momento no deja de ser eso, una apuesta sin base real en la demanda efectiva de los consumidores, que no se jugarán su cuartos con un coche eléctrico que les puede dejar tirados en carretera por falta de opciones de repostaje. Fue lo que le sucedió a un crítico de coches de El País, ferviente partidario de los coches eléctricos con una prueba real de viaje entre Madrid y Sevilla con el modelo más clásico y consolidado del mercado, el Nissan Leaf. El viaje, contado por él en su periódico, duró más de diez horas y fue una auténtica tortura sicológica. Los coches híbridos enchufables tienen más futuro, pero no dejan de ser coches térmicos con un añadido eléctrico de uso para trayectos cortos. Los híbridos con un solución para quien no quiere decidir y están dispuestos a pagar un extra para sentir su conciencia ecológica más tranquila.

Las opiniones sobre el futuro de Tesla están tan divididas y enfrentadas como la política norteamericana actual. Algunos analistas ven un recorrido de la acción hasta 15.000 dólares (desde los 748 actuales), lo que haría tan ricos a sus inversores actuales como a los primeros inversores en Facebook, compañía a la que se le compara habitualmente desde el punto de vista financiero. De hecho, el valor de Tesla actualmente es el mismo en Bolsa que el de los tres principales fabricante norteamericanos sumados. Otros ven en Tesla un bluf, cuyo valor se disolverá como azucarillo en el café cuando los grandes fabricantes de automóviles actuales (Toyota, Volswagen y Renault Nissan en concreto) pongan en marcha sus propias cadenas de producción de coches eléctricos.

Esto sin tener en cuenta un factor perturbador que amenaza con mandar todas las proyecciones de futuro, de Tesla y de todos los demás fabricantes al carajo. Me refiero al factor chino, tan de actualidad hoy por otros acontecimientos. Los chinos, los manufactureros más eficientes del planeta, se han encontrado hasta el momento frenados por la sofisticación que supone el motor de combustión interna, en la que lo ingenieros alemanes son la referencia. También les ha sucedido lo mismo con la industria aeronáutica, por cierto. Pero la ingeniería de un automóvil eléctrico, y no digamos del ensamblaje de baterías, es algo mucho más accesible. Si el salto al coche eléctrico es definitivo, eso supondrá la democratización de la industria del automóvil y, por consiguiente, la invasión de fabricantes chinos con las versiones en coche de los móviles Huawei o Xiaomi.

Eso si se consolida la opción del coche eléctrico 100%, cosa que pongo francamente en duda. De momento siguen triunfando los coches térmicos evolucionados para ser menos contaminantes, con sus versiones de gas natural e híbridos, por no hablar de las apuestas como las de Toyota por coches impulsados por hidrógeno mediante la tecnología de pila de combustible.

En mi opinión, Tesla es una buena opción pero no por los coches eléctricos, sino por su apuesta pionera por la tecnología de conducción autónoma, en la que lleva una considerable ventaja a sus rivales. Me encanta, por ejemplo, la opción 'summon' (convocar en español), que permite que el coche se acerque a ti desde donde se encuentra aparcado. Solo por esto (y por lo que supone de solución para la gran pregunta existencial de dónde dejé aparcado mi coche) me compraría mañana un Tesla, eso sí, si tuviera un precio más accesible y una mayor autonomía.