28 de diciembre

«Navegar es preciso, vivir no es preciso». Es nuestra tercera visita a Carcasona y esta vez no paseamos por su legendaria ciudadela amurallada, sino por la parte nueva, donde se extiende un mercadillo navideño. Cierta torre de piedra, envuelta en un enorme lazo rojo, semeja una caja de regalo destinada a agasajar a Godzilla o King Kong. Visitamos la exposición de un tal Bruno Béghin (autocalificado de 'mélangeur d'images'), quien crea composiciones barrocas y evocadoras empleando Photoshop. Desayunamos en Chez Félix, antiguo bar con sillones tapizados de rojo en la Place Carnot. Las calles están adornadas con abetos naturales. Una chica vende muérdago y acebo en su tenderete. Hace un frío considerable. Teresa irradia felicidad, y verla feliz me hace feliz.

Al sur de Carcasona, rodeado por montes, ríos, bosques y abadías, se encuentra el pueblecito prepirenaico de Rennes-Le-Château. Erigido sobre una colina y sobrevolado por perezosas bandadas de buitres, apenas 24 seres humanos habitan en sus escasas viviendas. Cuenta, no obstante, con varias librerías (donde se vende un revoltijo de manuales esotéricos, estatuillas budistas y barajas de tarot) así como un aparcamiento disuasorio a las afueras atestado de vehículos con matrícula francesa, española e italiana. El causante de todo ello es un tipo nacido en Exeter, Nuevo Hampshire (EE UU), autor de una novela rechazada por numerosas editoriales que imprevisiblemente (y para horror de esas mismas editoriales) terminó convirtiéndose en fenómeno de masas.

No soy de los que se rasgan las vestiduras ante El Código Da Vinci; simplemente opino que no debe leerse como literatura, sino como un honesto y entretenido juego de rol. Dan Brown se inspiró en la figura del sacerdote Bérenger Saunière, quien tomó posesión de la parroquia de este pueblo en 1885. La iglesia se hallaba muy deteriorada cuando llegó y decidió restaurarla. Según la leyenda, encontró bajo el altar un tesoro griego o cátaro (eso explicaría su futuro tren de vida) y una serie de añejos pergaminos que revelarían el árbol genealógico derivado de la unión carnal entre Jesús y María Magdalena (prostituta judía y patrona de Rennes-Le-Château). Se dice que en esta iglesia, donde está representado el demonio Asmodeo, Saunière dejó un mensaje en clave...

«Navegar es preciso, vivir no es preciso», arengó Pompeyo a su marineros. Esa frase (que tengo colgada en la pared de mi despacho) ronda por mi cabeza mientras recorremos los doscientos cincuenta kilómetros entre Rennes-Le-Château y Viella.

Viella es capital del remoto Valle de Arán, enclavado en la vertiente norte de los Pirineos (en él nace el Garona) y que, por lógica geográfica, debería pertenecer más bien a Francia. Posee un idioma propio, el aranés, variedad del occitano que sólo hablan cinco mil personas en el mundo y que (junto al bable, la fabla aragonesa, el rifeño o la fala extremeña) es una de las microlenguas españolas en trance de desaparición. Como en un juego de matrioskas, algunos partidos araneses piden su independencia respecto a una Cataluña en la cual, a su vez, algunos de sus representantes políticos piden la independencia respecto a España.

29 de diciembre

Medievalismo de cartón piedra. Morella, con su imponente fortaleza, es un pueblo de Castellón que dio gloria militar al Cid y que conserva aún todo su aire medieval: murallas, soportales de piedra, vigas de madera, callejuelas estrechas. Cientos de urbícolas pasean por aquí comprando en sus tiendas productos con el marchamo de 'artesanal'. El coche debe aparcarse lejos. Diríase que en muchas de estas casas ya no vive nadie, o tan sólo los propietarios de tales comercios. Empecé a percibir el fenómeno hace quince años en Locronan, pueblo de la Bretaña francesa reconvertido en una especie de parque temático. Luego, lo he visto en muchos sitios más; por ejemplo, en Santillana del Mar. Todo termina pareciendo un poco de cartón piedra, algo en cierto modo irreal, pero quizá sea la única manera que tienen estos pueblos de sobrevivir al vaciamiento, la ruina y el olvido.

30 de diciembre

Cela y Umbral. En Barcelona compré una rareza de Camilo José Cela, Páginas de geografía errabunda, y otro libro de Francisco Umbral que sumar a mi vasta colección: Crónica de esa guapa gente. Ambos autores me gustan. Solían poner cara de estar masticando un pomelo y tenían sentido (o necesidad) del espectáculo. Los leo alternándolos. Umbral se dice discípulo de Cela, pero Cela es noventayochismo puro, un postmiembro de la Generación del 98, y Umbral, que bebe de los articulistas de entreguerras, se nos antoja ya más moderno. Cela es estático; habla de los paisajes, los pueblos o la historia, incurriendo a veces en la cursilería. Umbral, más dinámico, escribe sobre el presente y sus protagonistas, a los que (divertido y faltón) zahiere sin piedad. De Umbral tengo más libros.

1 de enero

En ayuno. No puede decirse que haya terminado el año 2019 con buen pie. Algo que tomé en Barcelona, o algo de lo que me contagié, me hizo sentirme mal ya en Carcasona: vacié todo lo comido y bebido el día anterior en el retrete del hotel. La acidez de esófago (recurrente gracias a mis malos hábitos) ha alcanzado niveles intolerables. En consecuencia, llevo seis días guardando una distancia de seguridad respecto al alcohol y comiendo muy poco, lo que viene a equivaler a una cura (obligada) de desintoxicación. Sólo hice una excepción ayer por la tarde, cuando bajamos a Murcia con Antonio y Mari Ángeles. Pero anoche, cenando con mis cuñados, me limité a ingerir queso, huevos rellenos preparados por Teresa y, naturalmente, las doce uvas de rigor. Sólo bebí agua.

Hoy he declinado acudir a la comida de año nuevo con toda mi familia política. Sé que ello aumentará mi fama de tipo poco sociable, aunque la salud me proporciona esta vez una excusa incontestable. Prefiero quedarme en casa, leer, ver la tele y escribir algunas entradas del diario; no quiero hacer nada que alimente este ardor, esta llaga abierta en el pecho. Solo el ayuno permitirá que cicatrice. Por otro lado, es difícil participar de la alegría general si uno mantiene la boca cerrada y las manos cruzadas sobre una mesa donde todos trasiegan con gambas, lonchas de jamón, asado de carne, vino, risas.