El papa Francisco ha puesto su ministerio como sucesor de Pedro al servicio de una transformación radical de la Iglesia a partir de cambios graduales en las formas de organización de la estructura eclesial, que es el ámbito que le compete en tanto que Sumo Pontífice, y en los modos de sentir eclesiales en las comunidades, poniendo el Evangelio en el centro de la vida eclesial y dejando las normas y los dogmas en el lugar que les compete: ser instrumentos al servicio del Evangelio y de la vida de la Iglesia.

Sin embargo, estas transformaciones progresivas y paulatinas chocan frontalmente con unos hábitos clericales muy arraigados en la Iglesia y con formas de pensar que nos llevan a tiempos en los que la Iglesia católica era la guía y conformadora de la vida social: la Iglesia de cristiandad. Es una forma de ser Iglesia que debió desaparecer junto con el sistema social que le dio sustento, pero no ha sido así y en el imaginario colectivo, tanto creyente como no creyente, pervive aquel modus vivendi como el normativo cristiano: rigorismo moral, conservadurismo ideológico, inmovilismo social y una fuerte dosis de papanatismo.

Creo que esa forma periclitada de ser iglesia pervive de forma más o menos visible en la Iglesia. Se trata de una iglesia zombi, pues estando muerta hace varios siglos, aparenta estar viva. Lo podemos ver en un rito vacuo, realizado por mera reiteración de gestos y palabras, donde la vida del Espíritu ha quedado petrificada en formas externas que nada dicen al mundo de hoy y que tampoco translucen la vitalidad evangélica. También lo percibimos en el renovado clericalismo, sobre todo de los curas más jóvenes, y de grupos cristianos que idealizan un tiempo que en realidad nunca existió, padecen una patología de difícil curación. Y, por último, lo notamos en la falta de tono vital, una iglesia de mera repetición, sin fuerza para dar nueva vida a la Tradición, renovar la vida existente o adaptar la experiencia originaria a los nuevos tiempos; es una iglesia realmente muerta, de sepulcros blanqueados.

Esta iglesia zombi crece en número mientras el total de los cristianos disminuye. Peligrosamente se está suplantando la Iglesia por la iglesia zombi; la Iglesia del Concilio Vaticano II por esa iglesia que es mera apariencia y que se alimenta de la gran Tradición eclesial devorando su fuerza para sostenerse un poco más, pues los días los tiene contados.

La iglesia zombi vive como parásito del Cuerpo vivo de Cristo, es urgente su expulsión del cuerpo eclesial sin importar el precio a pagar, aunque suponga perder la efímera y falaz fuerza del número, que a veces nos hace dudar para tomar medidas pastorales radicales. No se trata de expulsar personas, sino actitudes y formas de ser cristiano que no son ni evangélicas ni, en último término, humanas. Y esto solo es posible con cambios radicales en la estructura, sin embargo, también hemos de ser más valientes a la hora de no permitir que la fuerza del Evangelio sea degradada a meras fórmulas y ritos. Es cosa de todos.