El viernes pasado se inauguró una exposición de José Hernández Cano. Pepe El Largo, así le llamábamos sus amigos, escribió unos 'pensamientos' que eran realmente ideas para comprender y mejorar el mundo, para preservar la naturaleza y defenderla. Y en la exposición me acordé de él, porque aunque ya no estaba mi amigo, su obra era él, eran sus pensamientos y estaba impresa en el corazón de los materiales nobles que había encendido certeramente con su mano de artista.

Y Pepe Hernández Cano señalaba a los poderosos, frente a una sociedad civil silenciosa, hasta que explota en su conciencia y nos une en sus ideas convocadas por su instinto para luchar sin tregua contra esa ignominia del acto criminal antiecológico como aquella 'Murcia no se Vende y ahora el SOS Mar Menor. Y Pepe lo hacía por un instinto de futuro, como es el título del homenaje que ahora se le dedica, Por instinto, tanto por su conciencia y honor como por aquel instinto que tenía, que no dudaba en ponerse en marcha en cuestiones de injusticia, de insolidaridad, de ecología, e incluso producido en el arte de pensar y llevar a la mano lo que creía verdadero, noble y distinto. Porque Pepe Hernández Cano era, sobre todas las cosas, un enorme artista, un formidable escultor.

Viene así Pepe a mi memoria, a mi recuerdo, desde esa nobleza que es la base de dar vida al amigo, al escultor, que también lo era por su amor a la naturaleza, y es su escultura así, en general, procedencia y raíz de un cambio permanente, de un gusto imparable, de una sensibilidad que devuelve a la realidad lo que era una pieza informe todavía. Porque su escultura es potente, trabajada, a punto de salir de su entorno, como le pasó a aquel caballo de Caravaca, el que hizo con otros amigos artistas, en unos días de creatividad sin límites que hasta vimos correr a aquel cuadrúpedo gigantón.

Su escultura es de curvas prodigiosas en desnudos de mujer o de toreros ardiendo en sus faenas delgadas y finísimas; sus obras son tan suyas como aquella determinación por ser distinto, reconociendo a sus maestros, pero distinto, y porque siendo aparentemente tosco era en la realidad de su obra artísticamente fino, agrupándose a los más serios escultores, a los mejores maestros murcianos de la gubia, el martillo o el cincel. De aquella generación que tuvo en sus ojos al gran maestro de la escultura murciana, don José Planes, tal vez el mejor artista de los que han sido en el pasado siglo XX.

Y Pepe descansaba también su obra en aquellas curvas pétreas o marmóreas que decía Antonio Oliver del maestro Planes, y Pepe Hernández Cano tenía un alto sentimiento de la generosidad que hermosamente se le convertía en solidaridad al profundizar en lo social. Es su obra sentimiento, pasión por la forma de los materiales escultóricos y por la transformación de esos materiales en belleza; es también la tarea de todo buen escultor. Y Pepe El Largo gustaba siempre de hacer visitas a sus amigos artistas o de invitarlos a su casa, sobre todo en aquella tranquilidad de los veranos en Puerto de Mazarrón. Yo he sido testigo cuando veraneábamos algunos amigos cerca de él y por donde nos encontrábamos con otros que él invitaba. Por eso llamaba a nuestro amigo José María Párraga para que viniese hasta El Puerto, donde Pepe tenía una casita, y así poder ayudarle en la preparación de alguna exposición que hacía Párraga por en aquellos azules mediterráneos. Recuerdo la última, en cajas viejas de pescado, derramadas por el cromatismo fértil de Párraga, iluminadas por aquella mar limpia del Mediterráneo, y también por la mirada de alegría azul de Hernández Cano cuando estábamos juntos.

En aquellos veranos de los ochenta íbamos también a comernos una paella a casa de Aurelio, el pintor alhameño, que la tenía en San Ginés, de La Azohía, donde por aquellos tiempos Aurelio cambiaba su pintura, haciéndola más lumínica, de aquellos amarillos refulgentes y únicos que tanto gustaban a nuestro amigo Pepe Lucas y que Aurelio había empezado a trabajar a su regreso de Francia (y que tan bien comprendía intertextualmente el profesor de la Universidad de Murcia Antonio García Berrio) en el esplendor de aquella bahía de los palmerales de La Azohía, de aquellos cielos azules mediterráneos fértiles de la luz y la sombra en los rostros, como aquel retrato a su hijo Arturo. Y el gusto de Aurelio lo veíamos avanzar en aquellos veranos tranquilos donde Pepe sacaba lo mejor también de sí mismo en sus obras escultóricas, siempre aplaudido con abrazos de la mejor y más clara inteligencia que entonces tenía nuestro hermano Antonio Segado del Olmo, que escribía su última novela aún sin terminar en aquellos días.

Eran veranos de mar y de amistad y de creatividad artística refugiados en aquella mar, desde aquellos instintos apasionados que entonces nos movían en el pensamiento de las artes, en los tejidos humanos del pensamiento y en la mirada sostenida por la naturaleza limpia en su desnudez y en la desnudez de su obra. Sentía el artista pasiones también del arte, con el mismo fervor que aquel fraile lo hizo con el pan y la manzana. Y también, ahora, pasado un tiempo de mirar sus bronces, mármoles y piedras, en el reposo de la obra de nuestro amigo, ahora mirando el camino personal y profesional de Pepe que nos dejó aquella amistad fructífera, y un montón de ideas que me tocaban el corazón y siguen en mi memoria; ahora que siguen mis ojos en aquellas esculturas, las suyas. Sus palomas, navegantes de una paz alada, sus relieves de gatos y conejos, o los toros del parecido arquetipo de Guisando, los toreros sin nombre en su capote recogidos; los desnudos velados, los desnudos femeninos, o aquella mujer en Bolnuevo, tal vez uno de sus más hermosos desnudos femeninos; la mujer ensimismada y la bañista, o la que yo veo cuando voy a mi pueblo: ese desnudo curvado en su línea más pura de volumen y clasicidad.

Y recuerdo y los miro, en sus pequeñas figuras religiosas, como aquel grupo de Belén, como recuerdo sus figuras de la historia del arte, el auriga o el David, o su Menina del pastel murciano; las flexionadas tumbas de los Médicis y sus Venus de Milo; cuánta belleza en sus delgadas figuras del Discóbolo, el adolescente o el Adán y Eva. Son inolvidables los retratos de Pepe, aquellos como el de Antonio Castillo, Carlos Valcárcel, El Drexco, o el bellísimo mármol de su hija María Isabel Hernández; los toreros y toreras, los lances de la fiesta taurina, las verónicas y medias verónicas, los naturales o el paseíllo, la delgadez, el detalle, la materia doblegada al sueño y a la pasión de este escultor que solo pensaba en sus materiales y en su trabajo, sus mármoles, sus piedras, la madera, el barro, el yeso, los amigos de su generación artística y los mayores maestros de la escultura murciana.

Pepe Hernández Cano, al que ahora también recuerdo cuando veo el Mar Menor totalmente destruido, enfermo, con los peces de ojos abiertos, asfixiados, con las bocas buscando el aire que les falta. Y me acuerdo de aquellos pensamientos ecológicos, de los que sacaba sus modelos eternos, sobrevenidos de un naturalismo ideológico entre el mismo realismo que vivía en él y el puro hueso del arte en el devenir incierto que supo adelantar sobradamente de su inteligencia hasta su brazo, porque, como ya se ha dicho, Pepe Hernández Cano era, sobre todas las cosas, un escultor.

Por eso les digo que no se pierdan la exposición de su obra que se acaba de inaugurar en el Museo der Bellas Artes de Murcia. Ahí está mi amigo Pepe, vida y obra, instinto y homenaje.