Juan se preguntaba cuándo empezamos a convertirnos en unos estúpidos, qué día comenzamos a ser ridículos, absurdos o, como dirían algunos amigos fans de nuestro paisano Pérez Reverte y menos finos y comedidos que él, en unos gilipollas.

No daba crédito a algunas situaciones que se producían en su entorno, en su ciudad, en la que, sin darnos cuenta, progresivamente, la estulticia había ido sembrando las calles, como un virus contagioso que se transmite por el aire y a quien nadie se atrevía a poner cura, un virus que recorría las entrañas de una sociedad tan carente de valores reales, que trataba de compensarse a sí misma con iniciativas más propias de los fariseos que de quienes realmente quieren cambiar las cosas. Una sociedad construida sobre el bienestar propio, el consumismo desmedido y el quítate tú para ponerme yo, aunque tratara de ocultarse sobre una solidaridad pasajera y oportunista, sobre incoherentes recomendaciones y comportamientos que predicaban un supuesto respeto para todos, pero que solo escondía un incomprensible retroceso. Eso sí, con la manida excusa que siempre parece funcionar de que nos queda mucho por avanzar, aunque nadie precise en realidad hacia dónde.

Juan recordaba como, cuando era niño, se despertaba los fines de semana con el tintineo de las campanas de la iglesia de su barrio, era un momento placentero, un sonido entrañable, que le hacía sentirse seguro y que le animaba, aún soñoliento, a volver a acurrucarse entre las sábanas para dar esa última cabezada que tanta energía nos proporciona para empezar el día. Aquellas mañanas y aquellos recuerdos no hubieran sido los mismos sin aquel sonido y nunca supo de nadie que se hubiera quejado de esa melodía celestial, hasta que se hizo mayor. Hasta que muchas cosas empezaron a cambiar, pero no todas para bien, pensó.

Juan no era un procesionista de cuna, pero cuando comenzó a conocer la Semana Santa de su ciudad más a fondo, no pudo ni quiso evitar contagiarse del entusiasmo que desprendían los miles y miles de protagonistas de unas procesiones cuyo corazón late al ritmo de un tambor. Y se preguntaba quién podría querer silenciar el perfecto redoble que marca el camino de la más bella, ordenada y elegante de nuestras tradiciones, de una Semana Santa que aspira a ser eterna. Quizá ese sea el problema, que algunos se resisten a que dure para siempre. «¡Nos van a tener enfrente!», pensó, mientras leía incrédulo que las cofradías iban a encargar un estudio sobre la contaminación acústica (el absurdo eufemismo que se refiere al ruido de toda la vida) ante el temor a posibles denuncias de vecinos de las calles por las que transitan los cortejos.

Tan desproporcionado era todo, se dijo Juan, que ya ni siquiera podían desmadrarse en la fiesta del desmadre y los carnavaleros se veían obligados a acortar la duración de sus conciertos.

Juan no vivía en el centro de la ciudad donde se desarrollaban todas estas actividades, pero sí había comprobado cómo la zona había emergido en las dos últimas décadas, cómo sus fachadas, sus balcones, sus farolas y sus calles volvían a brillar, tras años de un apagado y abandonado color gris. Y se preguntaba si las quejas de algunos podrían imponerse a siglos de tradición y al auge de una ciudad con aires de grandeza que, a veces, se empeñaba en mostrar su pequeñez.

Juan entendía que todo debía tener un orden, que hasta en la fiesta hay que ser comedido, pero se le ocurrían mil soluciones antes que propiciar una progresiva decadencia, un lento regreso a otras épocas en las que transitar por el casco urbano daba miedo, antes que ir sumiendo al centro de nuevo en el lamentable estado en el que llegó a estar. Y sin que haya recuperado todo el esplendor que puede lucir.

No veía capaces a sus paisanos de permitirlo, de consentirlo, de ser cómplices, con su apatía y su silencio, de la vuelta a la degradación.

Para Juan había muchas cosas mucho más ruidosas que el repicar de unas campanas, que el fervoroso redoble de un tambor y hasta que un concierto de Carnaval o una sevillana en unas Cruces de Mayo a las que algunos ya habían crucificado. Pensó que, precisamente, las situaciones más escandalosas trataban de evitar el menor ruido, como cuando surgieron noticias de que su Ayuntamiento consintió (siempre presuntamente) que una empresa privada ocupara parte del espacio de los ciudadanos.

Juan vislumbró un aciago futuro de su ciudad, en la que comenzó a medirse todo y a prohibirse todo por los abanderados de un falso respeto. Ya había datos que señalaban una caída significativa del turismo en su Región, a pesar de que en el resto del país, persistía el auge del sector.

Y entendió que aquellos que proclamaban y defendían una falsa libertad eran quienes más limitaciones establecían, quienes transformaban a una sociedad cada vez más esclava de sí misma. Pensó en marcharse a otro lugar, hasta que comprobó que era el único que caminaba en sentido contrario y decidió dar media vuelta y quedarse, no porque se rindiera. «Las cosas se cambian desde dentro», se dijo.