Hace unos días murió, probablemente asesinado, Homero Gómez. ¿Se enteraron ustedes? Es posible que no. Aunque era un reconocido activista ambiental (dedicado a proteger los bosques de la tala ilegal en una zona peligrosísima de México), su muerte no mereció más que una breve reseña en los medios. La muerte, en cambio, igualmente traumática y por las mismas fechas de la estrella norteamericana del baloncesto Kobe Bryant ha llenado portadas de periódico y programas de televisión (por no hablar de las redes sociales) durante una semana. Por poco que le interesara a alguien el baloncesto es muy improbable que hubiera dejado de enterarse de esa muerte. Así funciona el imperio mediático, es decir: la corriente ininterrumpida de palabras, imágenes e interacciones virtuales que informa y organiza nuestra vida (agenda de decesos incluida) sin que apenas nos demos cuenta. ¿Cómo es esto posible? ¿En qué mundo impuesto e impostado por los medios vivimos hoy?

Imperio, imposición e impostura son todas ellas palabras relacionadas con el poder. El poder, ya saben, consiste en la imposición de la voluntad del poderoso sobre la del sometido. Una imposición que jamás es tan efectiva que cuando el sometido deja de percibirla como tal. El verdadero poder consiste en que creas, sientas y hagas lo que el poderoso quiere que creas, sientas y hagas como si lo creyeras, sintieras e hicieras por ti mismo. ¿Y como se logra esto? No a la fuerza desde luego (si fuerzas al otro a hacer lo que tú quieres no lo hace por sí mismo), sino a través de la persuasión y la seducción. La cosa está en imbuir en las personas ciertas creencias y valores de la forma más amable posible. Una vez confiadas en esas creencias y seducidas por esos valores, harán lo que deben hacer ellos solos y de la mejor gana.

Durante siglos la forma para conseguir esa sumisión voluntaria fueron las apariencias o imposturas generadas por la religión y el arte. La concepción religiosa del mundo y la vida, dada a través de imágenes, melodías o palabras de arrebatadora belleza, conformaba a la gente con un orden social y político que se deducía y justificaba a partir de aquella concepción. ¿Pero qué pasa cuando la gente empieza a desconfiar de las creencias religiosas?

El proceso de secularización moderno supuso un enorme desafío para el poder. ¿Cómo seguir persuadiendo a la gente de que se portase como Dios manda sin contar ya con ese mismo Dios? La respuesta estuvo en multiplicar al infinito aquellas imágenes y sonidos que antes obnubilaban a las masas en los templos o desde las fachadas de los palacios, y que ahora lo harían (con una belleza más vulgar, pero omnipresente y constante ) a través de los medios de comunicación.

La nuestra no es la única 'cultura audiovisual' que han visto los siglos (de hecho, la mayor parte de las culturas han sido culturas audiovisuales), pero sí es la primera en que ese imaginario audiovisual va camino de ocupar la totalidad de la vida mental. Fíjense que hoy son los medios (la tele, el móvil, Internet) los que pueblan de imágenes y sonidos nuestra cabeza, configuran el mundo de estímulos al que prestamos esa atención difusa que se presta al 'entorno real', y emiten la 'voz' que escuchamos más a menudo. Los medios se han convertido, en fin, en una suerte de conciencia impostada y colectiva: un mundo/mente en la que todo lo proyectado lo identificamos naturalmente como 'propio', y en el que los personajes virtuales con los que convivimos (Kobe Bryant y muchos más) representan valores y presencias reales; hasta el punto de que la muerte de uno de ellos nos convoca a todos como a habitantes de una misma 'aldea' virtual.

Por descontado que todo esto representa la situación más dulce posible para un poder que ya no necesita seducirnos: le basta con configurar esa caverna de imágenes y sonidos (pantalla de 360 grados, 24 horas diarias de emisión) en la que vivimos, aspirando, por ejemplo, a ser como Kobe Bryant (y a veces, las menos, como Homero Gómez). Es decir, a comportarnos como debe ser. ¿Quién dijo que Dios había muerto? Qué va. Estaba comprando acciones de las grandes compañías tecnológicas y los emporios de comunicación.