Con cierta parsimonia había aplicado la hoja de la navaja sobre la punta de las tres balas, marcando una cruz en cada extremo del proyectil para potenciar el efecto de la detonación. Las insertó en tres de los seis huecos del tambor y lo puso en posición de disparo para hacerlo girar, como quien lleva a cabo un ritual, tentando igual que tantas veces antes a la suerte. Asió el revolver y lo dirigió a la sien, cerró los ojos respirando aceleradamente. Y apretó el gatillo. Durante los segundos que siguieron no podía decir si el arma había detonado, su corazón latía con tanta fuerza que bien hubiera podido salir la bala y no se habría dado cuenta de ello. Se preguntaba si realmente había ocurrido. Notó un latigazo en la cabeza. La presión del cañón era tan fuerte que podría haber sido el disparo. Había apretado el gatillo. Sin embargo, no había habido detonación. Escuchó con una nitidez diamantina el click del percutor, pero este había golpeado en el vacío.

Estaba arruinado, desahuciado, su casa embargada por el banco. Su esposa se había visto obligada a abandonarlo y a llevarse con ella a sus pequeñuelos cuando se dio cuenta de que él había malvendido todo el patrimonio familiar, que había contraído préstamos cuyos intereses eran imposibles de pagar, que podía haber ido a la cárcel incluso después de haber firmado el despido voluntario de su empresa cuando no pudo explicar la desaparición de una cantidad importante de dinero.

Desde joven siempre había apostado. Al salir del instituto chicas mayores le sonreían y le ponían en la mano un invitación que cubría la cantidad correspondiente a una primera apuesta para acudir a una nueva casa de juego, con sus agradables salones a salvo de miradas indiscretas, sus cálidos rincones y su disposición generosa de bebidas y pequeñas viandas en un ambiente confortable, con los juegos de luces y sombras propios de una venerable pintura barroca. Se había acostumbrado y había enlazado una apuesta con otra hasta que todo empezó a salir mal e inauguró una mala racha que parecía no tener fin.

Apartado de todos y abandonado había tomado el revólver para jugarse un último gran órdago y apostar la vida por desesperación. Si moría sería sin duda lo más sencillo pero el golpe vacío del percutor lo despertó de aquel mal sueño. Por primera vez quiso vivir.