Ha surgido la polémica estos días a raíz de las manifestaciones de agricultores, hartos de verse sometidos a múltiples regulaciones (sanitarias, laborales, financieras?) a cambio de unos precios irrisorios, mientras su competencia (la que produce en África o en China) vende sus productos en España con costes de manufactura muy inferiores. Enseguida los urbanitas nos llevamos las manos a la cabeza porque el kilo de brócoli, de naranja o de ternera gallega se pague tan barato en origen cuando bien sabemos lo que cuesta llenar el carro en el súper, y nos lanzamos a acusar a los malvados especuladores que, sin producir nada, encarecen los precios hasta un 300% sólo por llevarlos del campo a la mesa. Se pide entonces que se establezcan por decreto unos precios mínimos en origen, que garanticen al agricultor o ganadero una ganancia razonable. ¡Ya verán, nos decimos ufanos, se va a fastidiar el intermediario cuando el kilo de naranjas le cueste un euro en lugar de 0,23!

Aunque en la antigua Roma no existían los economistas, la preocupación por la administración de recursos era una constante entre los emperadores. Desde tiempos de la república se administraba la 'anona', que suponía el reparto de comida entre los ciudadanos más pobres, y Trajano estableció los 'alimenta', un sistema de protección social para niños y niñas huérfanos. El Imperio era muy grande y las circunstancias (a lo largo de 1.300 años de vigencia) fueron de lo más variadas. En general la vida era muy dura para la gente 'de la calle', pero en algunas épocas la guerra, las epidemias o la escasez hicieron que los precios se disparataran.

En el siglo III después de Cristo se produjo era una inflación galopante similar a la que se desató en la Alemania de los años 30 o en la Venezuela actual. Entonces no se le ocurrió otra cosa al emperador Diocleciano que promulgar un Edicto de Precios Máximos, con una larga y minuciosa lista de bienes y servicios 'intervenidos', y amenazar con pena de muerte a los comerciantes que vendieran por encima de la tasa establecida. Naturalmente, esta norma no solucionó la situación y parece que ni fue respetada, ni se aplicó el castigo a los infractores. No pasó de ser una declaración política, para quedar bien ante el pueblo.

Es muy interesante e instructiva, la argumentación retórica que se despliega en el prefacio del Edicto, tratando de justificarlo. No hay en él ningún asomo de autocrítica, como si la crisis se debiese exclusivamente a factores externos al poder político. La culpa era, claro está, de 'los mercados'. Se insiste reiteradamente en la maldad y la avaricia de comerciantes, acaparadores y especuladores, que suben los precios de manera inmoderada, ocasionando así la miseria de los campesinos y de los consumidores, y poniendo en grave peligro el avituallamiento y los salarios del ejército. No sabemos si, en algún momento, había ignorado Diocleciano la crisis, pero hay un párrafo en su Edicto donde reconoce su tardanza en la adopción de medidas. Pero se excusa afirmando que lo hizo en la esperanza de que los propios comerciantes recapacitasen y moderasen los precios, aunque, finalmente, se había convencido de que la condición humana nunca se encamina hacia el bien por sí sola. El emperador y sus colegas, porque, en realidad, eran cuatro emperadores, se presentaban como padres y salvadores de la patria, y anunciaban que, gracias a sus medidas, se saldría enseguida de la crisis y vendría una época paradisiaca de abundancia y prosperidad.

El de Diocleciano fue probablemente el primer intento de la Historia por establecer una 'economía dirigida', pero no fue el último; también se fijaron precios oficiales en el franquismo, ante la escasez de la posguerra, y en las repúblicas soviéticas; dando lugar, como todos sabemos, a la caída de la producción y al florecimiento del mercado negro. Un somero repaso de la Historia nos demuestra que la economía es mucho más compleja de lo que un político pueda suponer, y que alterar alguno de sus elementos, aunque se haga con la mejor voluntad del mundo, puede provocar efectos indeseados.

El problema de los agricultores, en mi opinión, no es el precio al que venden sus productos sino la competencia desleal que reciben de productores ajenos a la UE y exentos de la hiperregulación europea: una de dos, o eliminamos las normas laborales, fiscales, sanitarias y de seguridad alimentaria de la UE o penalizamos la importación de productos de terceros países. Sólo de ese modo nuestros agricultores podrán competir en condiciones de igualdad.

Aunque también podemos establecer por decreto el precio del kilo de naranjas en origen: a ver lo que tardamos en pagarlas a diez euros/kilo en el súper.