Con motivo de los juegos olímpicos, el Gobierno chino obligó a retirar de las cartas de sus restaurantes las exquisitas delicias de carne de perro cocinadas que tanto gustan a los consumidores de aquel lejano país. El objetivo obvio era no escandalizar a los consumidores occidentales que visitarían el país con motivo de los Juegos. De la misma forma, de la noche al día, los chinos cerraron sus fábricas más contaminantes para despejar los cielos de sus ciudades también con el objetivo de lavar su imagen como país más contaminado del mundo ante la avalancha de visitantes ocasionales.

Estas drásticas medidas, junto con las que se han tomado estos días para contener la reciente epidemia del coronavirus, encerrando literalmente en la provincia de Huabei (nada que ver con la marca de teléfonos) a cincuenta millones de personas, parecen avalar el modelo de dirección política y económica característico del sistema político chino. Una mano férrea dirigiéndolo todo es la mejor garantía de eficacia y orden frente al caos de las sociedades modernas, proclaman estos admiradores de las dictaduras o autocracias de cualquier signo, que son legión estos días.

Pero, frente a la apariencia de ley y orden que da China en estos momentos (la Organización Mundial de la Salud ha elogiado esta semana las medidas de transparencia informativa y contención de movimientos de la población tomadas por el Gobierno chino), la realidad es que esta epidemia se podría haber evitado completamente si China fuera un país más abierto por un lado y menos dependiente de los estrafalarios y supersticiosos hábitos de una gran masa de sus ciudadanos, cegados todavía por la atracción por consumir los animales vivos de especies exóticas que se venden en mercados atiborrados como el de Wuhan, la zona cero de la reciente epidemia.

Una hora larga duró la entrevista en televisión al alcalde de Wuhan, tiempo que empleó íntegramente en autoflagelarse por haber sucumbido a la tentación de ignorar los síntomas alarmantes que anunciaban de forma clamorosa una inminente epidemia parecida a las dos ocurridas en el presente siglo, las tres ligadas a la transmisión de animales previamente inoculados por la mordedura de un murciélago (en este caso puede ser también de una serpiente) a seres humanos en el entorno de los populares mercados en los que se venden animales recién sacrificados o vivos.

Los funcionarios responsables hicieron caso omiso al alarmante número de casos de neumonía que se presentaban en las urgencias de los hospitales y no repararon en el factor común que esos enfermos presentaban: haber visitado el mercado de animales vivos de Wuhan, que para más confusión se llama Mercado de Mariscos. Porque el reflejo instintivo e cualquier funcionario, chino o guatemalteco, es sacudirse el polvo de los zapatos y desplazar la responsabilidad a algún otro funcionario de escala inferior con tal de que no se le asocie con las malas noticias que inevitablemente acabarán llegando.

Si China fuera un país democrático, y no la feroz dictadura en la que se ha convertido por obra y gracia de su actual presidente autoproclamado vitalicio Xin Ping, esta epidemia no siquiera hubiera existido. Resulta comprensible que en una selva aislada de un país subdesarrollado como el Congo, puedan surgir epidemias originadas en animales salvajes que se transmiten a humanos en un entorno tribal como el caso del mortífero Ébola. Pero no tiene la más mínima justificación que un país que ha sacado de forma brillante a gran parte de su población de las tinieblas de la incultura y superstición, permita la persistencia de un nido de mortales epidemias como los mercados de animales vivos y, aún más, el consumo de esos animales (cuantos más exóticos, mejor) por las supuestos beneficios para la actividad sexual que, según prejuicios ancestrales fuertemente arraigados en gran parte de la población proporcionan a sus rijosos habitantes. Que por las fantasías sexuales de estos pichaflojas asiáticos, el resto del mundo tenga que sufrir periódicos estallidos de epidemias mortales (ya llevamos tres desde el inicio de este siglo), me parece impermisible desde todo punto de vista y las autoridades sanitarias mundiales deberían tomar cartas en el asunto y denunciar la situación día sí y día no.

En el origen de este mal comportamiento del Gobierno chino (cierran estos mercados solo cuando se ha declarado la epidemia y ya es inevitable) está la estructural debilidad de las dictaduras como la china. En China está prohibido el disenso y la crítica al Gobierno, y no existe la posibilidad de un cambio ordenado de responsables políticos porque no hay elecciones libre ni un Parlamento que controle de verdad a los gobernantes. Para compensar esa falta de legitimidad de origen, la dictadura china lucha por ganarse la legitimación de ejercicio por parte de la población, potenciando el desarrollo económico (lo que hay que aplaudir) pero también permitiendo que pervivan costumbres insalubres y antihigiénicas como el consumo sin garantías de animales salvajes y, en muchos casos, en peligro de extinción. La dictadura china huye como de la peste de crisis como la que produjo la venta de leche infantil contaminada. De hecho, hoy en día no se vende un gramo de leche infantil fabricada en China por la desconfianza de los propios consumidores y para regocijo de los fabricantes australianos. Un episodio siniestro que me recuerda el caso del aceite de colza en España.

Esperemos que a fuerza de epidemias, los gobernantes chinos reflexionen y pongan remedio a esta locura provocada por las nefastas costumbres enraizadas en la cultura de habitantes. De lo contrario estarán condenando a sus ciudadanos a viajar por el mundo (no con una máscara quirúrgica como ahora) sino con una máscara integral que no delate su raza o procedencia.