24 de diciembre

Bolsas, libros, objetos. Els Encants es un mercadillo de antigüedades, artículos de ocasión y toda clase de imitaciones que, si antes se extendía anárquicamente al otro lado de la Plaça de les Glòries, hoy se halla en un mastodóntico edificio, abierto y ultramoderno, cuyo alto techo reflectante duplica a cuantos pululamos por él igual que hormigas. Un personaje característico de estos mercadillos es ese señor de sesenta años o más que (mal afeitado, gorra o sombrero, anorak, bufanda y puro en la boca) hurga en los puestos con ávida mirada infantil buscando algún juguete viejo, una medalla militar, un viejo elepé, una estatuilla, cualquier cosa que pueda conseguir a precio de ganga.

Es el fetichismo por los objetos, la pulsión coleccionista, que tiene algo de melancólico en su futilidad (pero ¿qué no es fútil?). Mi padre era uno de estos acumuladores. En Els Encants abundan también quienes buscan obsequios de última hora. «¡Regalo, regalo, regalo de Navidad!», salmodia uno de los magrebíes afincados aquí. Teresa escarba en un puesto con mucha bisutería donde las señoras se abren paso a codazos. Su propietario (un moro joven con chándal del Barça) me dice: «Es una locura venir con la mujer, no tengo paciencia para eso». Todos estos apuntes voy tomándolos del natural, en el móvil, usando el pulgar derecho mientras llevo la mano izquierda cargada de bolsas, libros, objetos.

25 de diciembre

Criaturas pensantes en el inconcebible universo. Salgo temprano a tomar café cuando todos duermen. Camino hacia la Ciudadela por el Paseo de San Juan. Un viento fresco me acaricia la cara. A esta hora, el sonido dominante en la ciudad no es aún el de los coches, sino el de las aves. El primer sol de la mañana parece incendiar las ventanas de cristal que rematan la torre del museo zoológico. Un estremecimiento poético me recorre el cuerpo, como una tierna sacudida eléctrica. Ya se ven turistas chinos e hindúes fotografiándose junto al Arco del Triunfo, un monumento que, durante cien años, no había despertado el interés de nadie. También hay gente haciendo jogging. Y luego está (¡ah!) el olor de las cafeterías recién abiertas.

Tomo un café con leche y un cruasán hojeando La Vanguardia. Cuando vuelvo a la calle, el número de paseantes ha aumentado considerablemente. Hoy tengo la sensación de no ser un mero individuo, sino parte de un continuum formado por la masa de personas que fueron, son y serán. Se despierta en mí una repentina e insólita fascinación hacia los seres humanos, hacia la infinita variedad de sus miradas, sus peinados, su ropa. Pelirrojos, calvos, mujeres, hombres, africanos, asiáticos. Cada uno afronta como puede nuestra singular suerte, la de criaturas pensantes en el inconcebible universo. Un autobús circula anunciando una serie de televisión con el eslogan: «No puedes escapar a tu destino».

26 de diciembre

Pánico. Me place leer a Pla. El otro día compré una antología suya en catalán (El geni del país i altres proses) debida a Josep Maria Castellet. La musicalidad del estilo, paladeable ya en castellano, se disfruta aún más en su lengua vernácula. Admirador de Montaigne, supo combinar lirismo con humor y brillaba como atleta de la prosa (valga este oxímoron: «Era un paratge fabulosament tediós»). Podía emplear cincuenta páginas para describir los distintos vientos que azotan el Ampurdán, y dedicar otras cincuenta a los peces que son cocinados en sus orillas, pero sin resultar nunca aburrido ni bajar el listón. Calificaba la escritura, no obstante, de 'ofici amarg' y 'miserable vocació'.

Cuando era estudiante de Derecho en Barcelona vivió en el 244 de la calle Mallorca. El edificio aún sigue ahí: enorme, pesado, con cinco pisos, entresuelo, persianas verdes estilo mallorquín y cenefas modernistas. Es fácil imaginarse a Pla asomado a alguna de esas ventanas, leyendo o escribiendo (quizá, menos, estudiando). Tiempo después rememoraría estas «quadrícules llóbregues de l'Eixampla». En uno de sus dietarios, el filósofo Salvador Pániker hablaba de 'Barcelona la gris'. Esos dos adjetivos (lóbrega y gris) caracterizan bien para mí la ciudad donde me crie. Por ello, no deja de sorprenderme la vorágine turística que ha atraído en los últimos años.

En la misma manzana se halla el hotel Condes de Barcelona. En 2014 fui finalista del premio Herralde con El imperio de Yegorov y la editorial Anagrama nos alojó aquí. Hasta entonces, el temor a hablar en público me había llevado a esquivar (siempre que fuera viable) las presentaciones de mis propios libros. Ahora tenía que dar una rueda de prensa, en aquel hotel, junto al prestigioso editor Jorge Herralde y ante los principales medios de comunicación del país. Terapia de choque. Engullí un gin-tonic previo a la comparecencia (convocada a media mañana) y, si no incurrí en el segundo, fue porque Teresa lo impidió. Sobreviví, aunque hubiese estado más tranquilo de haber sabido que el espíritu tutelar de Pla andaba cerca. Dejé, por cierto, de sentir pánico a hablar en público.

27 de diciembre

En el saco de las estrellas cargantes. Camino de Francia atravesamos el Ampurdán. Un indicador muestra la salida hacia Figueras y el Museo Dalí, que visitamos hace pocos años. Si hoy considero a Dalí un gran escritor y el pionero de los artistas-showman, además de un creador de imágenes universales, de joven no sentía demasiada admiración por él. Más bien, al contrario. Me parecía un viejo sin gracia que asomaba de vez en cuando por televisión (con su bastón, su bigote de fantasía y su ocelote amaestrado) soltando patochadas insulsas. Para mí, entraba en el mismo saco que Lola Flores o Sara Montiel; es decir, en el saco de las estrellas cargantes y aburridísimas del franquismo.

«Payaso freudiano», lo llamó alguien. El también ampurdanés Josep Pla hace un buen retrato suyo en la antología que he citado. Habla de su vedetismo desenfrenado y de su caradura descomunal, pero lo que le parece extraordinario, incluso fabuloso, es que Dalí, repitiendo las mismas «collonades, ximpleries i animalades» que se decían en los bares de Figueras durante su adolescencia y primera juventud (pero pronunciadas con 'un francés fantàstic'), hubiese conquistado la fama no sólo en París, sino incluso a escala mundial.