La Cumbre sobre el Cambio Climático terminó como el parto de los montes, con poco más que una campaña de concienciación ciudadana que apenas tiene repercusión en el país organizador, donde los negacionistas siguen recalcitrantes. Para colmo de males, encuentran en la joven Grega Thunberg un argumento propio de sus capacidades científicas: que si tiene una afección psicológica, que si sus padres son unos manipuladores o que si fomentan el abandono de niños en catamarán. Si hubieran visto levantarse a Lázaro de su tumba, acusarían a Jesucristo de hacer milagros para los amigos, de ser un protocomunista y de no permitir el comercio dentro de los templos. De primeras, negar lo que sabe hasta el que asó la manteca: que el cambio climático es real. Los agricultores ven madurar las cosechas antes de su tiempo, los enólogos asistirán próximamente al cultivo de la vitis vinifera en Gran Bretaña, los meteorólogos y los geólogos no se cansan de repetirlo, pero lo niegan algunos prebostes y los gobernantes de los países más contaminantes. A ellos se suma el coro de gregarios que despotrican contra la joven sueca practicando uno de los deportes favoritos de los déspotas y tiranos de todas las épocas: matar al mensajero.

Hubo un tiempo que fue iluminado por la razón, pero el siglo de las luces tuvo también sus claroscuros: Antoine Lavoisier pasa por ser considerado el padre de la química moderna por su refutación de la teoría del flogisto, el descubrimiento de la combustión del oxígeno y el enunciado de la ley de conservación de la masa, hasta que los revolucionarios franceses decidieron oxigenar su propia cabeza en la guillotina, quién sabe si por ser aristócrata o recaudador de impuestos. «La república no necesita científicos ni sabios», esclarecedora frase pronunciada por un miembro del tribunal que lo condenó y que ilustra la ceguera de la Justicia, a la vez que explica la pugna entre dos fuerzas antagónicas: las luces que vieron en el siglo XVIII el nacimiento de las ciencias modernas y las sombras que terminarán imponiendo en el XXI una nueva edad media de superchería. Negamos las conclusiones de la experimentación científica con la superstición del simple y la terquedad del Empecinado.

El periodista Bill Bryson hace un encomiable ejercicio de divulgación científica en Una breve historia de casi todo, en el que explica desde la formación del universo hasta la aparición de los primeros organismos vivos, pasando por los movimientos de las placas tectónicas en la formación de los continentes, la utilización del plomo para calcular la edad de la Tierra a la vez que la destrucción de la capa de ozono; y otros temas no menos interesantes como el casi insondable universo de los quarks. Una de las conclusiones a las que se llega con su lectura es el indecible número de casualidades que han sido precisas para la aparición de la vida inteligente en nuestro planeta y el precario equilibrio en que se sustenta. Respiramos un gas tan venenoso como corrosivo, pero en la dosis adecuada para que sea uno de los pilares de la vida. Si comprobamos la indeleble frontera que separa la cordura de la locura o del olvido insondable del Alzheimer, es difícil de evitar un escalofrío. Pero ahí están los negacionistas, los creacionistas y otros innumerables simplistas, para liberarnos de nuestras catastróficas lucubraciones. El mundo no se acabará mientras que Dios no lo quiera, podrían contestarnos (en la frase puede sustituirse a Dios por Donal Trump o Bolsonaro y ya no cabrá duda del próximo final).

Hibris y Némesis eran, para los antiguos griegos, dos fuerzas primigenias y contrapuestas, personificadas en sendas diosas cuyo origen y genealogía no quedan muy claros. La primera es la desmesura, el orgullo, también la desobediencia. Némesis es la restauradora del equilibrio, identificada también como la justicia retributiva y en algún momento posterior con la venganza. Era temida incluso por los dioses olímpicos, pues la naturaleza entera da muestras de las fuerzas contrapuestas de los cuatro elementos. Lo cierto es que tanto la inteligencia humana como la misma vida, son el resultado de un precario equilibrio de componentes químicos y biológicos. Los átomos se asocian en moléculas de forma tan precisa como variada. Los seres vivos son fruto de la asociación celular especializada. Pero esas uniones pueden ser tan inestables como lo sea la conexión que las consolida. La vida pende de un hilo, algo que sabían perfectamente los clásicos cuando representaban a las parcas como hilanderas.

Ese precario equilibrio es el milagro de la vida. La cuestión no es si lo debemos a Dios o a una suerte de casualidad a la que podríamos llamar pi (?). Lo que está en juego es nuestra propia supervivencia como especie para seguir disfrutando de este delicioso ejercicio de funambulismo que es vivir. En esta tesitura, cual Casandra rediviva, Greta Thunberg es mujer y agorera, dos atributos suficientes para que la tomen por loca. Pero el caballo está dentro de las murallas de nuestra Troya del presente y su destrucción ya ha empezado. Los ejecutores no se esconden en su andamiaje de madera, sino que están a la vista de todos, se miran en nuestros espejos y nos devuelven el rostro de la indolencia. Las abejas que matamos con la contaminación del aire, no polinizarán las flores que hoy liban y la flor perfecta del cerezo nunca se abrirá. Un japonés podrá entregarse a buscarla y no habrá malgastado su vida, pero qué le importa a un tipo como Trump, que no percibe mayor belleza que su abultada cartera, sin percatarse de que la piel de cuero de que está hecha, el papel que lleva o el plástico de sus tarjetas, provienen de seres vivos que habitaron este planeta. También esa pléyade de acólitos que secundan su bravata irresponsable se comportan como seres celestes inanimados, aparentemente móviles en su órbita, pero completamente pétreos e insensibles.

Mas no es tiempo de contemplación de las estrellas, sino de acción. Cuanto más tardemos en emprenderla, la neutralidad ecológica será tanto más costosa. Sabemos que los costes de cualquier crisis se pegan a los bolsillos más flacos, por eso es preciso que vayamos por delante de nuestros gobernantes, para que el gobierno de un país no sea, como el de una nave en la mar, indefectiblemente una derrota.