Tras concluir el Concilio Vaticano II fueron muchos los teólogos que habían participado en él que se lanzaron a la labor de escribir la teología que se necesitaba tras la sanción sinodal al aggiornamento eclesial. Entre estos teólogos estaba el joven Joseph Ratzinger, que a finales de los sesenta publicó una obra que serviría de referente para el pensamiento eclesial: El Nuevo Pueblo de Dios. Su lectura y estudio hoy parecen casi más necesarios que lo fueron entonces, porque nos permite comprender lo mucho que cambió la Iglesia en los férreos años del pontificado más largo del siglo XX. El joven teólogo del Concilio pasó a ser el guardián de las esencias doctrinales, fiel sucesor de siglos de estricto control del pensamiento en la Iglesia.

En El Nuevo Pueblo de Dios Ratzinger hace una evaluación prospectiva de la necesaria reforma eclesial que permitirá, a la vez, salvar la Tradición y adaptar la vida eclesial a los tiempos modernos, algo que la misma Iglesia había perdido con el famoso Syllabus de Pío Nono en 1864, donde se llegaba a condenar todo lo moderno como anticristiano, proscribiendo la libertad de culto, pensamiento, conciencia o de imprenta. Sobre esto, el joven Ratzinger afirma en su precoz obra sobre la Iglesia que esta, con la negación de la modernidad, se impidió a sí misma vivir lo cristiano como actual y eso llevó a la pérdida de lo más esencial de la experiencia cristiana, la encarnación de la fe en los pueblos, culturas y sociedades de todo el mundo. La 'Ley de la Encarnación' ( Marie Dominique Chenu) es la clave de bóveda de la experiencia cristiana en el mundo. Si la fe no puede hacerse carne en una realidad concreta, deja de ser cristiana y pasa a ser una imposición externa. Encarnarse implica asumir lo humano específico de ese pueblo o cultura, no imponer una supuesta cultura cristiana eterna. La Cristiandad, por tanto, es la máxima traición a la experiencia del Evangelio de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios vivo.

El papa Francisco está llevando a cabo un programa de encarnación de la Iglesia en el mundo actual que tiene dura oposición por los mismos que en el siglo XIX condenaron la modernidad y el XX reimpusieron una Iglesia de Cristiandad que había muerto hacía siglos. Esa Iglesia, muerta, mas no enterrada, se subleva hoy contra la Iglesia que quiere vivir la experiencia creyente en medio del mundo actual, asumiendo lo que de bueno hay en él como vivencia del amor de Dios, y siendo signo profético contra todo lo que reduce la dignidad humana.

Esa Iglesia que se alumbró en el Concilio es atacada por los nostálgicos de la Cristiandad, unidos hoy a los melancólicos del fascismo, en una entente global en la que se confabula el poder económico, el miedo y la xenofobia, desde Estados Unidos hasta España.