20 de diciembre

Almuerzo con conspiranoicos. Almuerzo con N. y S., un par de amigos. Para salvaguardar su integridad física (frente a posibles represalias por parte de fuerzas oscuras) eludiré escribir aquí sus nombres. La conversación deriva, entre sorbo y sorbo de café, hacia la posibilidad de que ciertos poderes en la sombra estén llevando las riendas del mundo. Yo nunca he creído en semejante idea, en que un grupo de personas pueda estar proyectando desde alguna habitación la historia de la humanidad (algo imprevisible e incontrolable). S., que es de la opinión contraria, se nos revela repentinamente a N. y a mí como un gran conspiranoico.

Esos poderes que rigen el mundo, afirma, están integrados por judíos. Saca a colación Los protocolos de los sabios de Sion, libelo antisemita publicado en Rusia en 1902 que destapó una supuesta conspiración judeomasónica para hacerse con el poder mundial; a lo largo del último siglo, desde Hitler hasta los integristas islámicos, los Protocolos han sido empleados como coartada para toda clase de barbaridades. S. pone de ejemplo la Revolución Rusa: todos sus orquestadores (Lenin, Kerensky, Trotsky, Stalin) eran judíos. Para S., el holocausto jamás existió y Auschwitz es un montaje: un tal Leuchter habría demostrado que en las cámaras no quedaban trazas de Zyklon B, cosa imposible si realmente se hubiese empleado ese gas.

Ya lanzado, se explaya hablando de teóricos que han escrito sobre este asunto. Por ejemplo, el negacionista mexicano Salvador Borrego, autor del libro Derrota mundial. Por ejemplo, Benjamin Frickmann, de quien no consigo encontrar nada en internet (pero tal vez esto sea otra prueba más de la existencia de una conjura). Le digo a S. que el tema me parece muy interesante y que me gustaría reflejarlo en este diario. «¡Ni se te ocurra!», exclama alzando los brazos. Y luego, señalándome con el dedo, añade: «No te metas en berenjenales, o irán a por ti». Cuando ya estamos a puntos de despedirnos, dice a modo de colofón: «El que no es conspiranoico es un ignorante».

21 de diciembre

La bolsa de los absurdos. Viajamos a Barcelona para pasar allí las navidades. En una cafetería del trayecto, Marta ve asomar de mi cartera el carné de Sátrapa Trascendente y me pregunta qué es la patafísica. No sé muy bien cómo explicárselo, pero precisamente una de las características de la patafísica es su impenetrabilidad. Trato de enclavarla entre movimientos vanguardistas más conocidos, como el surrealismo o el dadaísmo. Esto último me lleva a hablarle de cierto libro dadaísta que escribí en el colegio, junto a Martos y Postius, cuando los tres estábamos en primero de bachillerato y acabábamos de estudiar en clase de lengua a Tristan Tzara.

El libro se titulaba La bolsa de los absurdos y parodiaba sin piedad la pedantesca forma de hablar del profesor de matemáticas, Matilla. Basado en construir frases insensatas combinando al azar vocablos que él solía emplear, incluía también una caricatura suya que el lector podía vestir con diversos disfraces, como si fuese Mortadelo. La negligencia de Postius (estaba completando una de las ilustraciones en clase) permitió que el libro cayera en manos del profesor de inglés, Francisco Fernández, a la sazón jefe de estudios, quien al día siguiente nos convocó a su despacho. Confesó haberse partido de risa leyendo el libro en casa, junto a su mujer, pero no podía permitir que circulara por ahí y lo requisó. Me pregunto si aún seguirá existiendo en alguna parte.

22 de diciembre

Mi padre. Tras aprovisionarme de lectura para varios meses en el mercado de Sant Antoni, preparo un gazpacho manchego que comeremos junto a mi madre y mis hermanos. Tal vez porque he traído todos los ingredientes desde Murcia (la torta cenceña, las ñoras, el conejo, incluso ramitas de romero cogidas en el monte) y porque he dejado el sofrito preparado a primera hora, el gazpacho me sale de primera. Incluso mi cuñada Olga y mi sobrina Claudia, que son de poco comer, repiten y rebañan el plato. Pienso que nunca volveré a cocinar en Barcelona este guiso (ellos no lo habían probado), porque difícilmente podré superar el listón que acabo de ponerme.

Esta mañana, mientras esperaba al ascensor, he tenido por un instante la convicción de que mi padre subiría en él y de que estaba a punto de ver su calva, desde arriba, por el ventanuco de la compuerta. Por supuesto, el ascensor venía vacío. Durante la comida se ha hablado varias veces de mi padre, pero en el mismo tono que si aún estuviera vivo. Mi primo José Luis me escribió ayer preguntándose si éstas serían nuestras navidades más tristes. No es así. Los muertos (con sus imperfecciones y virtudes) siguen entre nosotros, pegados a la memoria como un chicle a la suela del zapato. Nadie muere del todo mientras queda alguien que lo recuerde.

23 de diciembre

Sarrià. Sarrià fue un pueblo a los pies del Tibidabo que devino barrio barcelonés. En su carrer major, una placa recuerda al ilustre pintor, escenógrafo y pesebrista autodidacta Pere Queraltó i Nou, a quien nadie conoce. En cambio, nada rememora que, tan sólo unos pasos más allá, vivieron dos premios Nobel. En este barrio tomó cuerpo el boom latinoamericano, auspiciado por Carmen Balcells. Dentro de una misma manzana, en edificios contiguos, vivieron desde finales de los sesenta hasta mediados de los setenta Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. 'Gabo', quien escribió aquí (descalzo) El otoño del patriarca, ocupaba un entresuelo de la calle Caponata hoy con las persianas echadas.

Vargas Llosa vivía en el tercer piso del 50 de la calle Osio. En su vestíbulo doy con Gabriel Zamorano, vecino puerta con puerta de Vargas Llosa mientras ambos estaban criando. Me cuenta cómo le rogaba al peruano que no escribiese de noche, porque el tecleo de la máquina impedía dormir a los niños. Ambos Nobel solían comer juntos (antes de su famosa trifulca) en el cercano restaurante Vell Sarrià, ocupado hoy por un local llamado Bocconi. Descubro que queda cerca de mi colegio y recuerdo que, en esa época, solíamos jugar en unos futbolines que había por allí. Me pregunto si llegué a ver a alguno de ambos escritores sin saber de quién se trataba. Por entonces, al que yo leía era a Isaac Asimov.