Un heraldo se ha aproximado al santuario extranjero donde yo, Alceo, mezcla de poeta, guerrero y mendigo, desterrado y lejos de mi patria Mitilene compongo mis himnos a los dioses. Ansío noticias, pues añoro el hogar desde que expulsado de mi amada patria por las arbitrarias fuerzas de los tiranos y las discordias civiles, vago acompañado tan solo por un puñado de fieles y los escasos restos de la estirpe que antaño nutría de sabios, de legisladores y de héroes a mi ciudad, acaso perdida de vista para siempre.

Con impaciencia ansío las interrupciones de los mensajeros que llegan hasta Pirra bajo la protección de cuyos dioses me encuentro, pues a veces portan noticias sobre cuanto acontece en Mitilene, o traen cartas y versos de mi compatriota Safo que la inspirada maestra me envía y constituyen un bálsamo que alivia las penas del desterrado. Esta vez me han trasmitido la noticia de que mi hermano Antiménidas, combatiendo como mercenario en el bando de los babilonios ha derrotado en duelo mortal a un guerrero tan gigantesco como Ares. Voy enseguida a componer los versos que celebren su hazaña pues nuestro linaje y nuestra gloria no deben perderse en la oscura corriente del tiempo. Hombres, países y lenguas que están aún por nacer han de saber y de cantar que un día hubo caballeros y guerreros que todo lo aventuraban por el honor, aunque estos indómitos defensores de la libertad, héroes valerosos como mi hermano, sin duda ya hace muchísimo tiempo que murieron en su gran mayoría frente a las célebres puertas de Tebas o delante de los muros de la alta Troya. A buen seguro que muchos de ellos vagan por el mundo como almas en pena pues nadie les dio sepultura y sus cuerpos alimentaron a los buitres y perros sin que gozaran del honor merecido de una noble pira funeraria, ni fueran acompañados con unos sacrificios dignos de su valor, seguidos de juegos fúnebres para que partieran reconciliados a la mansión del Hades.

Mi hogar sufre las discordias políticas desenfrenadas y la cruel lucha entre facciones irreconciliables, nada queda de la concordia, del respeto a los altares comunes y las divinidades tutelares del hogar. El cáncer de la guerra civil se ha extendido hasta el tuétano. Hoy el interés de unas monedas y la ambición por el poder han sustituido el buen nombre y la brillante honestidad que no conocía de artificios ni engaños. Titanes excitados por diferentes partidos y banderías enfrentadas entre sí han alumbrado un nuevo tipo de hombre político, disputándose el poder con la fiereza propia de animales y carniceros, lanzando a unos contra otros. Y llámese el tirano Mírsilo o Pítaco, al final todos sucumben a la tentación del poder, del soborno y de la corrupción. El peso de sus malas acciones les impulsa a crímenes nuevos y más horrendos hasta que la reconciliación de la patria dividida queda cada vez más lejos, como los destellos de un sueño inalcanzable.

Nadie respeta a los dioses, que poco a poco abandonan nuestra tierra al no encontrar quien encienda sus altares, les provea de holocaustos o guarde memoria de sus votos. El mundo cambia y ya no es posible vivir como antaño. El tiempo de los héroes ha pasado, en su lugar queda la ambición, la vulgar avaricia y el interés particular sin atención al bien común. Ruego para que al menos el altar de Temis se salve de la catástrofe y que alguien salvaguarde los cantos a los dioses, los himnos que algunos seguimos forjando verso a verso para las divinidades, para honrar a los templos y santuarios que levantaron espíritus más generosos; versos que concedemos a las cofradías de bardos cuyos himnos celebran la piedad de los olímpicos inmortales desde tiempos del divino Homero, en que hombres y dioses convivían bajo el mismo cielo. Si no estoy cantando a los inmortales, el mísero desterrado que soy canta la amistad, y los banquetes, aquellas reuniones de amigos que son a la vez comensales, compañeros de armas e iniciados por la poesía entre copas rebosantes de vino bajo el amparo del dios que preside las comidas en común. Antes noble y guerrero, me queda al menos, y por encima de todo, el ser poeta. Como tal soy también mensajero de los dioses, aunque ya no estén entre nosotros. Y cantar la grandeza añorada de aquello que un día fue bello y bueno es ahora mi labor en el mundo destruido y desolado que atravesamos.

Aunque ahora mi vida es comparable a la de un campesino o a la de un montaraz, obligado a no participar en los asuntos públicos, permaneciendo entre los matorrales como los lobos, y por mucho que ahora como un suplicante de asilo, como un refugiado, simplemente merodee por entre las soledades del templo de Pirra (que los lesbios fundaron, visible a lo lejos, cuyo culto es común para todos, y que suele estar tranquilo, casi vacío a no ser por los periódicos festivales religiosos), jamás las turbaciones y penalidades mortales ni la mutabilidad de las cosas humanas me apartarán de esta postrera misión de héroe, y aunque mis versos hayan de ser el último monumento al espíritu humano, jamás, digo, como Pandora, dejaré huir la esperanza por engañosa sea.