Anda la comunidad educativa, y la política también, revuelta a causa del llamado pin parental, que es una herramienta que permite decidir a los padres si quieren que sus hijos asistan a determinadas charlas que tratan temas extracurriculares, a menudo controvertidos, y que son impartidas por personas ajenas a las plantillas docentes de los centros educativos. El actual gobierno de España considera que esta herramienta constituye una ilegítima intromisión de los padres en la planificación de las actividades complementarias realizadas por los colegios, y ha recurrido a los tribunales para intentar que se retire en los pocos sitios en los que, como la Región de Murcia, ha sido implantado recientemente.

Es una nueva batalla por decidir si prevalece el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones morales, o se impone la potestad de los poderes públicos para decidir la forma más conveniente de instruir a los niños y jóvenes. Pero a este problema de fondo se añade el hecho controvertido de que este tipo de charlas son impartidas, a menudo, por asociaciones que viven de difundir su ideología gracias a las subvenciones públicas.

Es indiscutible que las autoridades deben velar por el bienestar de los menores, incluso contra el criterio de sus padres, pero no es menos cierto que la Constitución (como los ordenamientos jurídicos de todas las naciones democráticas) reconoce el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones. La conciliación de ambas posturas no ha resultado un problema hasta hace bien poco. Resulta tan sencillo como determinar una serie de contenidos, lo más objetivos y consensuados posibles, que todos los estudiantes deben conocer, así como establecer una serie de valores ampliamente aceptados que resulta legítimo transmitir en los centros escolares: los principios constitucionales, los derechos humanos reconocidos universalmente, la defensa del medio ambiente? Pero no otras cuestiones de marcado carácter ideológico, que forman parte de las creencias particulares. Así no solo se preserva el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones, sino que se evita que los alumnos sean adoctrinados de acuerdo con el criterio del partido político que gobierne en cada momento, lo que podría ocasionar que la charla de un año contradijese frontalmente a la que fue impartida en el curso anterior.

No se trata, por lo tanto, de permitir el derecho a la objeción de conciencia contra el Teorema de Pitágoras, en la clase de Matemáticas; o contra el estudio de la reproducción humana, en la clase de Biología. Pero sí de otras cuestiones más polémicas. ¿Por qué se debe permitir que los miembros de ciertos colectivos sociales, que además no son docentes, impartan charlas sobre temas controvertidos que colisionan con los planteamientos ideológicos de muchas familias? La democracia consiste en lograr determinados consensos para poder vivir en sociedad, sin que una parte de la ciudadanía imponga su ideología a la otra, y en que se respete la libertad de todos con el límite fijado por la ley que, a diferencia de los regímenes totalitarios, solo debe regular los actos de los ciudadanos, y no establecer lo que estos deben pensar.

Curiosamente, el primer pin parental fue instaurado por los mismos partidos que ahora se oponen a él, estableciendo la voluntariedad de la clase de Religión y permitiendo, con buen criterio, que los progenitores decidieran si querían que sus hijos estudiaran el hecho religioso desde una perspectiva confesional o no.

Aunque algunos consideran que solo es objetable lo que a ellos no les gusta, el mismo derecho tiene una familia a oponerse a que sus hijos asistan en el colegio a una charla sobre sexualidad impartida por un sacerdote católico o por el imán de una mezquita, a hacerlo si el ponente es un miembro de un colectivo feminista o LGTBi. Pero no solo es una cuestión de cómo se aborda la sexualidad. Yo me niego a que a mis hijos les den conferencias los dirigentes de los partidos políticos. Solo quiero que les hablen de política los profesores de Historia y Filosofía, de acuerdo con los contenidos recogidos en el currículo de estas materias y con la imparcialidad que se presupone a todo buen docente. Y para hablar de hábitos nutricionales saludables, quiero que el profesor de Biología les recomiende lo que forma parte del consenso científico generalizado (la dieta mediterránea, por ejemplo) y no deseo que reciban una charla de una asociación de veganos, por muy respetable que sea la práctica de esta forma de alimentación.

La cuestión de fondo radica en que los gobiernos intentan influir ideológicamente en las mentes en formación de los niños y jóvenes porque ellos serán los futuros votantes (y si alguien duda del poder persuasivo del adoctrinamiento en la escuela, no tiene más que mirar lo que ha pasado, por ejemplo, en Cataluña). Pero este problema se ha agudizado desde que se ha aceptado que los colegios deben dedicarse, principalmente, a transmitir valores, por encima de la instrucción en el conocimiento de las materias. Así, el pin parental no es más que la respuesta a la ideologización de la escuela. Que los padres puedan vetar las actividades complementarias programadas por el colegio de sus hijos no es lo más deseable, pero es comprensible cuando se percibe un intento de adoctrinamiento que atenta contra las convicciones de una parte amplísima de la población.

Si los colegios se limitaran a impartir contenidos y a transmitir los valores que constituyen el consenso mayoritario de la sociedad esta herramienta no sería necesaria, y nos ahorraríamos una polémica que nos distrae de los verdaderos problemas de la educación.