A nuestro profesor de filosofía en el bachillerato lo llamábamos 'el Poe'. Supongo que era su aspecto lo que nos lo hacía relacionar con el enigmático y oscuro novelista americano, de quien el año anterior habíamos leído El gato negro en las clases de literatura. Quizá era, simplemente, porque deseábamos verlo emparedado como al felino del cuento. Sin embargo, más que a un gato se parecía a un oso. Corpulento, caminaba con los hombros echados hacia delante. Dejaba su raída cartera de piel sobre la mesa, se sentaba y de su ancho rostro apenas veíamos una barba frondosa y de color pajizo.

Lo recuerdo muy bien en la tarde del 23-F. Nos ordenó apagar las luces del aula y en la penumbra lo mirábamos esperando que nos explicara lo que ocurría. Se había traído un transistor y escuchaba las noticias muy atento, con la pipa clavada en la barba, ignorándonos por completo. Aquel curso ya habíamos visto los presocráticos, del mito al logos. Era el primer tema. No entendí nada, más allá de que no es posible descender dos veces al mismo río. Solo muchos años después caí en la cuenta de que a aquellos filósofos se les llamaba así porque venían antes que Sócrates. No le echo la culpa al Poe, seguramente me faltaban luces.

Sin embargo, las metáforas de Heráclito serían inofensivas en comparación con lo que nos tenía preparado el Poe como siguiente lectura: El anticristo de Nietzsche. Un libro tan breve como demoledor. Ningún otro libro me impactó tanto durante los años escolares. Más incluso que Crimen y castigo. Era una impugnación absoluta de todo lo que a uno le habían enseñado hasta entonces. Mi padre miraba de reojo mi ejemplar de bolsillo cuando me sentaba a leerlo en la cocina con indisimulado afán provocador. Pero aparte de algún comentario despectivo no decía nada. Él mismo era profesor y debía confiar en sus colegas, aunque estaba muy al tanto de la revolución pedagógica que estaba en marcha por aquel entonces y que a los chicos de nuestra generación nos alcanzó de lleno.

Ahora sé que esa lectura me hizo daño. Como hace daño siempre la educación cuando se utiliza como un arma ideológica. Es decir, cuando en lugar de enseñar a dudar, te impone la verdad de aquellos que se la han apropiado.