No me atrevo ni a respirar. No me atrevo a cerrar los ojos. No me atrevo ni siquiera a parpadear un segundo. No me fío de que, al apartar la mirada de ti, desaparezcas de nuevo.

Asisto incrédula, atónita, perpleja, feliz y temerosa al paisaje imposible de tu cuerpo, por fin, durmiente sobre mi cama, de tu maleta (a medio deshacer y medio dormida) en mitad del dormitorio, de tu cepillo de dientes descansando sobre el mío en un único vaso, de tu vida ligada a la mía, de una vez por todas.

Acaricio tu cuerpo para comprobar que eres de verdad. Toco tu pelo oscuro, tus codos resecos, tu piel suave, tu pecho cálido, tus manos grandes, tus pies fríos. Beso tus labios oscuros, rozo tu barba con los míos y me abrazo a tu cintura para respirar tu olor. Y no, no me lo puedo creer.

Contra todo pronóstico, estás aquí, contra los que aseguran que la distancia es el olvido o que la diferencia de edad es una barrera insalvable.

¿Y sabes qué? Ahora me muero de miedo. ¿Qué pasa si no soy lo que esperabas? ¿Qué pasa si no sabemos caminar juntos sin pisarle los cordones al otro? ¿Qué pasa si nos falta ahora el espacio que cuando nos separaba se nos hacía infinito? ¿Qué pasa si nos mata la rutina? ¿Qué pasa si se muere la pasión en el día a día? ¿Qué pasa si ahora odio tus pequeñas manías o tú detestas esas cosas tan mías que ahora te hacen tanta gracia?

Yo estoy segura de que te amo, de que nadie puede querer a nadie como yo te quiero a ti, de que esto que siento no se me va a pasar nunca, pero ¿y si tú no sientes lo mismo que yo? me torturo. Me siento un poco infantil y estúpida atrapada en mis estúpidos pensamientos, pero... ¿y si te cansas de mí? ¿Y si echas de menos tu vida anterior? ¿Qué pasa si extrañas tu tierra o a tus familiares o a tus amigos? ¿Y si no te gustan los míos? ¿Y si te molesta tanto calor? ¿Y si te desagrada el nombre de mi calle o la cajera de la tienda? Y mi mente va divagando, parándose en tonterías, sin dejar de arrojar pequeñas, pero eficaces piedras sobre mi propio tejado e impidiéndome dormir.

A ti te molesta toda esta inseguridad mía. Mis miedos te disgustan, soy consciente. Me preguntas si acaso no me demuestras que me quieres cada día, si es que no confío en ti, si es que alguna vez me has fallado. Pero es que el problema no eres tú. El problema soy yo, que me siento poca cosa para ti, que me siento poca cosa para nadie y desde siempre, desde él.

Me despego de tu cintura y me cuelo bajo tu brazo rodeándome con él. Me abrazas y me besas dormido. Siempre he admirado tu facilidad para dormir, la profundidad de tu sueño y esos besos nocturnos e inconscientes que me das.

Nos hemos quedado frente a frente ahora. Siento el vaivén caliente de tu respiración sobre mi cara, hace que todo sea más real.

Tenerte de frente me hace recuperar esa estúpida sonrisa que siempre se me instala cuando te observo. Se me escapa alguna lágrima incoherente con esta felicidad, se me aprieta el nudo en la garganta y en el estómago. Madre mía, estoy putamente loca por ti: lo improbable, lo imposible, lo inesperado.

De pronto abres los ojos. Esos ojos que esconden tristezas lejanas y sonríen hasta casi desaparecer.

Tu sonrisa me enseña esos dientes pequeños, desordenados y blancos:

—¿Llevas así mucho tiempo? —me preguntas.

—¿Así cómo? ¿Esperándote? Toda la vida.

—Pues espero que hayas parado el taxímetro. Ven aquí, tonta.

Y hacemos el amor, como solo contigo he hecho el amor. Y nos reímos, como solo nosotros lo hacemos: antes, durante y después. Y no paramos de hablar y de hacer el tonto y se me olvidan los centímetros de más, la piel de naranja, los trece años que te saco, las facturas que nos quedan por pagar, la ropa en la lavadora, la ITV del coche y que mañana no sabemos si llegará y que nadie conoce lo que pueda pasar. Y comprendo que te quiero, aquí y ahora, conmigo y que lo demás puede esperar.