11 de diciembre

Elena, Setenil. Recojo en el aeropuerto de Alicante a Elena Alonso Frayle. Mientras conversamos por el camino, no deja de llamarme la atención que una mujer tan elegante, simpática y atractiva haya sabido retratar con semejante acierto las pulsiones más oscuras, escondidas y abominables del ser humano. El mal que habita dentro de nosotros (si el mal existe) es el eje sobre el que pivota un libro de relatos que le ha valido el premio Setenil de este año, La mala entraña. Haber venido surcando la estratosfera desde Bolivia no es más que un pequeño salto espaciotemporal para la cónyuge de un diplomático alemán cuya biografía no podría contarse sin la ayuda de un atlas.

Inició su carrera literaria con 36 años, cuando Stefan ocupaba la embajada alemana en Argentina y ella decidió sumergirse en el hervidero de talleres narrativos de Buenos Aires, ciudad donde la escritura alcanza niveles epidemiológicos. Diez años después publicó su primer libro y empezó a acumular premios; también, países. El penúltimo destino del señor embajador fue Ulan Bator, capital de Mongolia, un lugar idóneo para dedicarse a tejer historias: el invierno dura ocho meses, las temperaturas descienden hasta 40ºC bajo cero y el carbón que arde en las yurtas crea la atmósfera más contaminada del mundo; en consecuencia, apenas se sale de casa.

Toda su familia comparte esa condición de ciudadanos planetarios, de viajeros impenitentes. Cuando el hijo mayor, William, recibió con veintipocos años el diagnóstico de una enfermedad tal vez letal, decidió que, si tenía que morir, antes debía cruzar a pie Alaska. Ni corto ni perezoso partió, llevándose sólo un localizador. Elena podía ver en qué punto del mapa se hallaba en cada momento; a veces, comprobaba con angustia que no se movía del mismo sitio durante días. William llegó a quedarse sin víveres en medio de la naturaleza, como el Chris MacCandless de Hacia rutas salvajes. Cuando ya lo daba todo por perdido surgió entre las nubes (como un ángel de plata) la milagrosa avioneta que, tras rescatarlo, lo dejó a salvo en Fairbanks.

12 de diciembre

Patafísicos. A media tarde llega mi amigo Ángel Olgoso acompañado de Marina Tapia, poeta y titiritera nacida en Valparaíso con la que forma una pareja muy bien allegada. La última vez que nos vimos, los tres llevábamos una copa de vino sobre la cabeza y estábamos celebrando una ceremonia patafísica en cierto bar de Granada. Olgoso, que ha presidido el jurado del Setenil, me trae por fin mi carné de Sátrapa Trascendente, el cual guardo en mi billetera junto al documento de identidad, el permiso de conducir y las tarjetas de crédito, todo ello igualmente importante. También me entrega publicaciones atrasadas del Institutum ‘Pataphysicum Granatensis.

Tengo el honor de pertenecer a ese instituto desde el 1 Hocico del año 141 E. P. (26 de enero de 2014 vulg.). Mi nacimiento a la Patafísica tuvo lugar en una casa-cueva de Guadix, la misma donde se disfraza cada primavera el Cascamorras, y además del propio Olgoso (mi proponedor) actuó de testigo el escritor Miguel Ángel Muñoz. Nadie ignora qué es la Patafísica, pero recordaré que, intuida por el francés Alfred Jarry, es anterior al Big Bang y sobrevivirá al Universo tras la Gran Implosión. Dedicada a la exploración sistemática de lo inútil, tiene entre sus principales curadores a un cocodrilo del lago Victoria. ¡Venerado sea Lutembi!

16 de diciembre

Mis pólipos. Soy sometido a una colonoscopia. Basta con que te inyecten la sustancia adecuada para que (como quien aprieta una clavija) tu mente se funda a negro. Al igual que montar en avión, ponerse en manos de un médico constituye un acto de fe: fe en que el piloto no se estrellará, fe en que el médico no decidirá despedazarte aprovechando que duermes. Sin embargo, la dosis de sedante aplicada es insuficiente y recobro la consciencia cuando aún están maniobrando dentro de mis intestinos. Han descubierto y extirpado cinco pólipos, les oigo decir. Pólipos: esa palabra me hace pensar en pulpos. Imagino en mis entrañas pequeños vástagos de Cthulhu, esperando para despertar con un rugido tumoral.

17 de diciembre

Vida redundante. La máquina corporal prosigue su deterioro. Desde hace un par de días sufro cierto dolor en el talón (quizá un espolón calcáneo) que me hace cojear, lo cual notan mis compañeras Mercedes y Estela. «Lógico que aparezcan averías con los años», les digo; «de hecho, yo ya debería estar muerto». Ante su sorpresa por tal afirmación, les hablo de un concepto que leí en Eduardo Punset, ‘vida redundante’, y que él tomaría probablemente de alguno de los científicos a los que entrevistó. Significa que nuestro ciclo biológico concluye cuando nuestros hijos alcanzan edad de valerse por sí mismos y, por tanto, deja de ser necesario que esta máquina (la máquina que somos) funcione perfectamente. A partir de ahí, todo es ya vida de propina, vida redundante.

19 de diciembre

Blanco, Gris y Azul. Los llamamos el Blanco, el Gris y el Azul, como si fueran personajes de Reservoir dogs, la película de Tarantino. El Blanco (un Peugeot 3008) es el más nuevo y silencioso; con todo automatizado (freno de mano, faros, limpiaparabrisas) tiene una alarma auditiva para evitar chocar con obstáculos traseros y gracias a él pronto no sabremos conducir por nuestra cuenta, igual que las calculadoras empezaron a borrarnos de la memoria la tabla de multiplicar. En cuanto al Gris (un Peugeot 406), me lo regaló mi padre poco antes de morir y tiene unos cuantos años; al ser más rudimentario que el Blanco (menos digital), lo conduzco con más comodidad.

Pero mi preferido es el Azul (un Renault Scenic). Lo compramos a finales del siglo pasado, tiene medio parabrisas cubierto con etiquetas de la inspección técnica anual y lleva más de 300.000 kilómetros a sus espaldas. Cubrió él solito las 1.500 millas que median entre Murcia y Liverpool. Lo siento como una extensión de mi cuerpo (un exoesqueleto) y sé al milímetro dónde están sus límites físicos (cosa que no me ocurre con los otros dos). Además, sobre el asiento del copiloto han colocado sus posaderas Ana María Matute, Eduardo Mendoza, Enrique Vila-Matas, Alfredo Bryce Echenique y otras luminarias de la literatura. Será una lástima desprendernos de él.