De niña ya quería apagar fuegos. Aquellos que se desataban entre las cuatro paredes de su casa, en el interior del coche o cuando visitaban a la abuela. Casi podía ver cómo el agua dispersada desde una manguera imaginaria sofocaba las llamas que se interponían entre sus padres y el resto del mundo. Aliviaba el calor reinante con la frescura emanada por la estrecha boca de esa goma que parecía una de aquellas escurridizas anguilas escondidas entre el barro de la acequia que pasaba cerca de su casa. Esa sensación le permitía sentirse viva. Le proporcionaba fuerzas para seguir soñando en que algún día todo se acabaría. Que no habría que avisar a alguien para huir de los fogonazos que el conflicto entre sus progenitores le causaba desde que tenía uso de razón.

Creció hipnotizada por el fuego, por las flamas de una hoguera, como muchas otras niñas de su edad. Traspuesta por esa mágica luminosidad de los reflejos procedentes de una fogata, suponía que las brasas eran, sin más, que los restos de una materia que no merecía ser conservada en su estado natural. Ese efecto sanador, liberador, era el único que le permitía recargar su ánimo y el anhelo en que vendrían tiempos mejores. En que se haría mayor y podría alejarse de todo aquello que hasta entonces era motivo de su angustia, de la zozobra en la que se había convertido su existencia.

Aquella niña es ya hoy una mujer que contempla con dolor cómo esas llamaradas han recorrido el último año geografías dispersas del planeta. Le dolieron tanto los incendios de cosechas en Siria en la pasada primavera y comienzos del verano, como los de los bosques boreales en el círculo polar ártico, tanto en Siberia y Rusia como en Alaska. De agosto a noviembre le tocó el turno a Indonesia, donde solo la lluvia en el sur de Kalimantán fue capaz de vencer al fuego. No puede evitar escrutar cada cierto tiempo el Servicio de Vigilancia Atmosférica de Copernicus (CAMS), el Programa de Observación de la Tierra de la Unión Europea. Por ello sabe que los incendios en la región del Amazonas emitieron aproximadamente veinticinco megatones de dióxido de carbono durante los primeros veintiséis días de agosto. Además de las consecuencias en la salud de los seres humanos, los fuegos afectaron a los tres millones de especies conocidas de plantas y animales de la región.

Y en este comienzo de año, aún no sale de su asombro con las imágenes de la desolación que descubre a diario, entre el humo y la huida de las especies más significativas de Australia, especialmente aquellas que escapan a las llamas en vastas zonas de Queensland y Nueva Gales del Sur. No puede borrar de su retina esas escenas en las que los sedientos koalas tratan de aliviar su sed sorbiendo con ansia el agua de las botellas que le ofrecen sus salvadores. Pero resulta que ha conocido la noticia en la que los expertos recomiendan que no hay que dar de beber a los koalas de botellas de agua.

Es más, es muy peligroso, ya que no están acostumbrados a beber así. El agua puede ser 'aspirada' entrando a los pulmones en lugar de acabar en el esófago. En caso de ayudarles, es preferible darles agua en un cubo, en una taza o incluso de la mano.

Lo que de verdad le sigue quitando el sueño es que mientras Australia ardía, su primer ministro se iba de vacaciones a Hawai. Qué le importaba a un negacionista del cambio climático reconocer que su política en favor del carbón tiene consecuencias más allá de las imaginables. No debe irse tan lejos. Mira a su alrededor y comprueba que aquí también proliferan los incendios. Tan devastadores como los de su infancia. Pero se ha propuesto que le toca pasar a la acción. No valen medias tintas. Dentro de sí tiene espíritu de bombero, y junto a otras, está dispuesta a crear una brigada para extinguir cualquier atisbo de llamas que osen prender algún rincón del planeta. Es el momento de la rebelión.