o era la primera vez que ardían los libros en Berlín, pero aquella noche adquirió un matiz diferente. Si meses antes las hogueras se habían encendido de forma más o menos espontánea, el 10 de mayo de 1933, en la céntrica plaza de Bebelplatz (la Plaza de la Ópera), una pira de maderas esperaba a ser prendida con la gasolina más recurrente de la historia: el papel. Y los organizadores no habían sido oscuros funcionarios encerrados en sótanos, sino la Asociación de Estudiantes. Filas de jóvenes uniformados salían de la Universidad Humboldt, a apenas unos metros de la plaza, con las manos cargadas de libros. La quema no podía ser más significativa. Y más dolorosa. Sus verdugos serían hombres y mujeres que usaban la lectura como modo de vida. La mayoría de los libros sacrificados habían sido leídos por ellos, en algún momento de sus vidas. Títulos que llenaban las bibliotecas familiares. Obras de escritores que veían a menudo en las cafeterías. O incluso profesores a cuyas clases habían asistido.

La barbarie nazi arrasó 25.000 libros esa noche. Las crónicas hablan de una intensa lluvia, con lo que los bomberos tuvieron que rociar de combustible los libros antes de prenderles fuego. Camiones cargados recorrían toda la ciudad para vaciar las bibliotecas. La organización fue tan extrema y fría que puede considerarse un mero ensayo del Holocausto final, cuando cambiaron la piel del papel por la de las personas. A media noche, Goebbels entró en escena con un discurso. Habló de literatura antialemana, de la decadencia de las letras y de la inmoralidad de leer toda aquella obra que no siguiese los puntos de vista nacionalsocialistas. Insultaron y escupieron los nombres de los escritores purgados y quemados a través de sus páginas. A esas alturas, Berlín se había convertido en un delirio grotesco.

¿Pero cómo pudo llegar Alemania a ese extremo? Apenas una década antes, la ciudad era el escenario de uno de los mayores florecimientos culturales que tuvo el siglo XX. Las trincheras de la I Guerra Mundial aún no se habían cerrado. Los campos de Europa estaban llenos de cadáveres y la República de Weimar se ponía en marcha con la difícil tarea de gestionar una humillante derrota y hacer malabarismos entre dos mundos opuestos: el infierno del comunismo y el infierno del fascismo. Y creyó salvarse.

Sin embargo, Berlín supo ser la luz del mundo durante al menos esos años. Las vanguardias, antes que en París, nacían con acento alemán. El expresionismo, el surrealismo y el dadaísmo tuvieron en autores de la órbita alemana los principales impulsores. Otto Dix retrataba a la periodista Sylvia von Hardem mientras tomaba un Martini y fumaba un cigarrillo. Los cabarets se llenaban todas las noches para escuchar la voz de agua de Marlene Dietrich. Los cines repetían una y otra vez las sesiones de cine mudo, películas brillantes y eternas como Metrópolis, El gabinete del doctor Caligari o Nosferatu. En arquitectura, la Bauhaus demostró que el uso y la estética también podían ir de la mano.

Stephan Zweig escribe en sus memorias, El mundo de ayer, que nunca una ciudad fue tan libre como el Berlín de los años veinte. Tras las cristaleras de las cafeterías se charlaba de literatura y arte. Freud adquiría la forma del humo y acompañaba los debates más encendidos sobre La interpretación de los sueños. Mientras tanto, un filántropo judío, James Simon, donaba el busto de Nefertiti como agradecimiento al pueblo alemán, tras ser aceptado en una sociedad que por primera vez no se fijaba en la kipá de sus abuelos.

Los felices años veinte acabaron en una hoguera de libros. Y fuegos mucho peores. Lo sabía Lion Feuchtwagner. Su casa fue saqueada días después de que Hitler ascendiera al poder. Lograría huir de Alemania, pero sus libros no se salvarían de la quema. Era uno de los primeros de la lista. En la noche de las hogueras, acababa de publicar Los hermanos Oppermann. La novela trata sobre una familia de la alta burguesía judía. Hombres educados en los mejores barrios de Berlín, que han servido como héroes en la I Guerra Mundial, que pagaban sus impuestos con religiosa puntualidad y que incluso participaban de la vida cultural y social. Todos ellos creían que estaban a salvo. Que la locura se quedaría al otro lado de la puerta. Que las garras del nazismo no los atraparían. Sin embargo, fueron los primeros. La víctima más cotizada. Aquellos que dejaron de considerar humanos.

Esa noche murió también la última esperanza de una sociedad enloquecida. Hitler no estaba solo. Tras sus actos había gente que hablaba muchos idiomas, que tocaba el violín a la perfección, que se emocionaba con Schubert y que recitaba a Homero de memoria. Fueron ellos también los que azuzaban el fuego con más libros el 10 de mayo. En la noche murió un poco de Thomas Mann, que meses atrás paseaba por la Avenida de los Tilos, dando la espalda a la Puerta de Brandenburgo. También murió Dölbin, cuya novela, Berlín Alexanderplatz, inició la modernidad en Alemania (y que, tras dos intentos, aún no he conseguido acabar). Y murió Bertolt Brecht. Y Walter Benjamin. Y Joseph Rotz. Y Kafka se volvió a morir después de muerto. Y cientos y cientos de escritores que ardieron aquella noche por ser judíos, críticos, o simplemente por ser libres.

Los excesos de los años siguientes fueron tan atroces que la quema de unos cientos de miles de libros apenas nos debería indignar. Hoy, en Bebelplatz, una placa recuerda el sacrificio. Contiene una frase de Heine, poeta romántico del siglo XIX. Dice así: «Eso sólo fue un preludio, ahí donde se queman libros se terminan quemando personas». Lo escribió en su pieza teatral Almanzor, cuando describe una quema de Coranes en la España del siglo XVI. No sospechaba el bueno de Heine que las chimeneas las iba a tener en casa.