Desde los principios de la civilización, el hombre se ha preguntado por el poder, su justificación y su sentido. Los romanos comprendieron pronto que, aunque es necesario que alguien dirija la sociedad, no todo vale en el ejercicio del mando. En tiempos de Augusto (siglo I adC) Tito Livio cuenta que el último rey de Roma (Tarquino el Soberbio) fue expulsado de Roma por sus múltiples iniquidades; la gota que colmó el vaso fue la violación por parte de su hijo (Sexto Tarquino) de la virtuosa Lucrecia, mujer de su sobrino, Tarquino Colatino.

El arbitrario abuso del poder por parte de la familia real se hizo insoportable para los romanos que se echaron a la calle, desterraron a los monarcas e instauraron la república. Me gusta contar esta anécdota a mis alumnos porque, en mi opinión, es la primera vez en nuestra historia en que se hace patente que el poder pertenece al pueblo, quien lo deposita en el gobernante, para su buen ejercicio. Muchos siglos más tarde, Juan de Mariana popularizaría el término ‘tiranicidio’ para justificar el asesinato del gobernante inicuo.

Aceptado que alguien tiene que mandar y que el estado de perfecta anarquía no es posible, todos estamos de acuerdo en que el ejercicio del poder tiene sentido cuando se destina al bien del pueblo (a la felicidad de los súbditos, dirían en el siglo XIX), el problema es determinar qué es bueno para el pueblo. Sobre todo, cuando ese beatífico fin justifica, para el gobernante, la represión de algunos de los miembros del pueblo. El problema ya lo planteó el jurista Ulpiano, en el siglo II después de Cristo, cuando afirmó que la justicia es dar a cada uno lo suyo (frase que nuestra ínclita ministra de Educación atribuyó erróneamente a Aristóteles), pero no nos dijo qué es lo de cada cual, aunque para ser justos y darle a Ulpiano lo que se merece tendremos que reconocer que el Digesto se encuentra repleto de juiciosas decisiones de Ulpiano y de otros grandes juristas que nos pueden servir de pista.

Pero en la política, como en el amor, no hay reglas fijas, no hay certezas y todas las ideologías nacen para mejorar la vida de los ciudadanos, aunque algunas puedan resultar francamente letales; también hay amores que matan. Además, las circunstancias pueden ser tan variadas que una misma receta puede ser válida en un momento y lugar y nefasta en otro. Por eso en el siglo XVIII algunos teóricos renunciaron a crear una teoría política que dijera al gobernante qué debía hacer y se limitaron a crear un marco que regulara aquello que se podía hacer. Se trata de fijarse más en el procedimiento que en el contenido, con la esperanza de que si el método es correcto, la materia no puede ser muy mala.

El Estado de Derecho, que los anglosajones llaman rule of law (imperio de la ley) es una construcción formal en la que, partiendo de una norma fundamental aprobada por todos los ciudadanos, se determina con toda precisión quién puede dictar leyes, sobre qué materias se puede legislar y qué procedimiento se debe seguir para aprobar una norma válida que, una vez en vigor, obliga a todos los ciudadanos, incluidos los gobernantes, mientras no se derogue por los cauces establecidos.

Esta sumisión del poder a la ley supuso una novedad frente al Antiguo Régimen, en el que ostentaba el poder un monarca absoluto (de ab solutus, es decir no sometido a las leyes que él mismo dictaba), pero para que sea algo más que palabras es necesario que quien decide si la ley se ha cumplido y qué castigo merece el infractor sea totalmente independiente de quien hace las normas. Por eso la separación de poderes es inseparable del Estado de Derecho. La Constitución española coloca al Estado de Derecho como definición de España junto al estado social y al democrático (art. 1). Por supuesto, para que eso sea verdad, es necesario un pueblo que conozca la importancia de estos principios y luche por mantenerlos.

Se puede acusar a este sistema de ‘relativista’ porque en él no se dice qué es bueno o malo, no se determina lo que corresponde a cada uno, sino tan sólo si la ley se ha elaborado correctamente y se cumple. Pero fuera de él sólo encontramos la subjetividad de quien (con buena o mala intención) quiere imponer a los demás su forma de ver las cosas.

Más allá de un sistema racional que organice y someta al poder al imperio de la ley sólo reina la ley del más fuerte.