Cuando escucho Adelaide, un precioso Lied de Beethoven, recuerdo a la que más tarde había de ser mi profesora de canto, Maribel Cerdán, cantándolo en el salón de actos del Conservatorio de Murcia, en el último piso de Teatro Romea. Eran los finales sesenta, que luego fueron bautizados como Década Prodigiosa, aunque ya casi nadie utilice ese poético nombre. Acabamos de empezar un Año Beethoven porque en diciembre se cumplirán 250 de que el compositor nació de una familia de origen holandés en una pequeña ciudad en Alemania, como dijo de Bonn John Le Carré en aquellos tiempos de la Guerra Fría en que Berlín era ciudad dividida.

Han salido al mercado algunas ediciones discográficas dedicadas a la obra de Beethoven, que comentaré en otro momento. Hay cumplidos homenajes en Berlín, Bonn y Viena, donde residió y compuso la mayor parte de su obra. El Concierto de Año Nuevo incluyó seis de sus Contradanzas y en el Festival de Bayreuth se interpretará la Novena sinfonía. Todas o casi todas las orquestas volverán a hacer las sinfonías, los conciertos de piano y el de violín, entre otras cosas. Muchísimas obras del compositor gozan de inmensa fama y son habituales en las salas de conciertos, pues su nombre es un reclamo seguro para el público. Hay muchos compositores muy buenos, incluso geniales. Pero no son tantos los que unen a genio y calidad la popularidad de sus obras. Beethoven, aquejado de una sordera que agrió su carácter pero no le impidió escribir obras geniales, que nunca se casó ni formó una familia, legó una obra inmensa que reparte felicidad entre millones de personas. Por eso quisiera recordar algunas piezas o fragmentos que encuentro especialmente afortunados sin ser lo más conocido de su obra.

Empezaba refiriéndome a Adelaide, op. 46, una obra de juventud, que fue muy apreciada por Wagner, y no quisiera dejar de mencionar el pequeño ciclo de canciones An die ferne Geliebte (A la amada lejana), op. 98. Podríamos escucharlos a Peter Schreier, fallecido hace unos días, quien los tiene grabados con Walter Olbertz (Berlin Classics). Tampoco es de las más frecuentadas la Sonata para piano número 12, op. 26, que incluye como tercer movimiento una muy bella y breve marcha fúnebre «sulla morte d'un eroe», claramente emparentada con la célebre de la Tercera sinfonía, op. 55, aunque algo anterior en composición y de factura mucho más sencilla. Tengo especial afecto a la versión de Alfred Brendel, publicada en su día por Philips, sello hoy absorbido por Decca.

Si bien el Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 61 es una de las obras más frecuentadas, y obligada en el repertorio de todo gran violinista, la versión para piano de esa obra (op. 61 bis), escrita por Beethoven en la misma tonalidad, con cadenze de su mano que incluyen acompañamiento de timbales, se interpreta muy poco y no es menos redonda que la original. La tiene grabada Daniel Barenboim con la English Chamber Orchestra en Deutsche Grammophon.

Finalmente, quisiera recordar el segundo y último tiempo de la Sonata para piano número 32, op. 111, obra que cierra ese impresionante ciclo: Arietta: Adagio molto semplice e cantabile. Me inclino por la versión de Claudio Arrau (Philips/Decca). Se trata de una música de una enorme e íntima belleza que Brendel considera una especie de «preludio del silencio».