Ahora que comienza un nuevo año y con él se reaviva el fantasma de los proyectos ilusionantes, pienso que siempre hay más proyectos que se quedan en el cajón que proyectos terminados. Pero es inevitable cuando llega el comienzo de un nuevo ciclo empezar a proyectarnos en el futuro y visualizarnos a través de todos esos planes que tenemos intención de acometer. Quizá porque sabemos que somos mortales y nuestras facultades son limitadas albergamos la intención de ponernos límites. Al final, proyectar es admitir que solo seremos capaces de llevar a cabo ciertas tareas, lo que inevitablemente implica dejar otras tantas aparcadas. Elegir es siempre descartar.

La vida, vista así, no es sino una sucesión de proyectos inacabados. La vida misma es un proyecto siempre inacabado que es zanjado por la muerte. Pienso en proyectos inacabados y me acuerdo de una exposición sobre Alexander Calder en el Centro Botín que se centraba en sus proyectos inacabados, como si la potencia de la obra inconclusa albergase un aura, una 'espontaneidad no visible', una energía secreta que convierte estos proyectos en una suerte de fantasmas con la potestad de ser y no ser al mismo tiempo.

Kafka no terminó ninguna de sus tres novelas y, sin embargo, las leemos como obras acabadas, quizá porque la propia obra de Kafka es infinita y sabemos que acceder al final del juicio de Joseph K. o recorrer las estancias del castillo es una tarea eterna. Se crea así, entre la semántica de la obra kafkiana y su estado inconcluso un rico juego simbólico y hasta cierto punto profético, que parece aludirnos y tratar de decirnos que la vida, como las novelas, tiene fin pero jamás asistiremos a él. La vida, como el arte, se define por un fin velado, cuya existencia existe aunque la muerte nos impida celebrarlo.

Fueron muchos autores los que dejaron sus obras sin terminar. A veces por falta de tiempo, pero también porque posiblemente no les apeteció o no encontraron la inspiración o la fórmula exacta con la que finiquitarla. La muerte suele ser la más eficaz herramienta con la que el destino deshace las ilusiones creativas de tantos artistas. Jóvenes murieron algunos escritores como Bolaño o Foster Wallace y jamás podremos disfrutar de sus más maduras obras. Otros murieron en el transcurso mismo de la obra, como le sucedió al actor Brando Lee, que interpretando a un vengador que regresa de entre los muertos en El cuervo, fue tiroteado rodando dicha película. Por supuesto él no volvió y no logró acabarla.

Pienso también en La Sagrada Familia, en El original de Laura, de Nabovok o en La comedia humana, de Balzac, una obra que aspiraba a la totalidad y que quería reflejar la sociedad francesa. Pinturas como El hombre invisible de Dalí o La Gioconda, que acompañó a su autor hasta la muerte porque, según dicen, necesitaba darle constantemente retoques.

También canciones, obras teatrales o películas quedaron inacabadas y fueron engullidas por la hoguera del tiempo y del olvido. Como Number 13 de Alfred Hitchcock. Y obras musicales, como Requiem de Mozart, una obra que precisamente es una composición dedica a los difuntos, nunca mejor dicho.