Somos lo que vemos, somos lo que ven en nosotros. La mirada (el efecto que el ojo ejerce sobre las cosas y a la vez la expresión de los ojos) es un acto tan sustancial como misterioso, tan poético como banal, tan decisivo como natural, tan etéreo como carnal, tan activo como pasivo. Lacan decía que la mirada era la ansiedad de saberse observado, como si el acto de ver tuviese cierto poder, algo que han creído y siguen creyendo muchas personas, como atestigua la superstición del mal de ojo, registrada incluso por Freud en su ensayo sobre lo ominoso.

La mirada es nuestra puerta hacia el mundo. Cuando el ojo mira demuestra no solo estar vivo (un ojo muerto no mira) sino que afirma su relación con lo exterior: las cosas, las personas, los ojos de las demás personas. Por eso es tan fuerte el acontecimiento que cotidianamente se fragua en un 'cruce de miradas'. La mirada es poder, reconciliación, también amor u odio. Es difícil aguantar la mirada a alguien, supone un desafío.

Pero también puede convertirse en el preámbulo al idilio, al conocimiento, al deseo. No se mira lo que no se desea con intensidad. Igualmente, fijamos la vista en lo que detestamos con la intención de destruirlo simbólicamente, o porque su hediondez nos repugna tanto que nos fascina.

La mirada, a diferencia de los demás sentidos (quizá el tacto también), es bidireccional, sirve para ver pero también para ser vista. En la mirada se produce un flujo de información en los dos sentidos, que nos llega incluso antes que la propia racionalización de lo visto. La intuición a través de lo que percibimos visualmente es más intensa que el propio acto de ver. Miramos a alguien y enseguida distinguimos sensaciones que no entendemos. La mirada es un vínculo pero también sirve de escudo, de defensa. Es nuestra armadura contra el mundo, pero también el arma arrojadiza que proyecta nuestro yo interior hacia la realidad exterior.

La mirada de cada persona nos advierte de un estado de ánimo, de una predisposición, de una emoción. El loco tiene la mirada perdida, el enamorado, también. La mirada es la puerta hacia el exterior (ya lo he dicho), pero también es una ventana al interior, una grieta física por la que podemos acceder al alma secreta de la persona. Los ojos son el único trozo de nuestro exterior que es acuoso, son lagunas, como mares minimizados en los que navegan los datos más relevantes de cada persona, espacios marinos que funcionan como metáforas de todo el ser, superficies bajo cuyas aguas se cifra una vida, archivos de personalidad y emociones.

Cruzar la mirada puede acarrear una querella, una desavenencia, una historia de amor. No concibo la vida sin la mirada: sin ella no hay comunicación completa. Todo gesto comienza con una mirada. Por eso, quizá, no me gusta hablar por teléfono, porque no soy capaz de ver los ojos de mi interlocutor, de acompañar sus palabras con el ritmo y la vibración de su mirada. Por eso quizá algunas historias de terror están protagonizadas por seres ciegos. O monstruos cuyos ojos blancos son violentos espejos rotos. Monstruos que nos horrorizan, pero que ansiamos ver.

La mirada es oceánica.. El hombre es un ser lleno de agua, recubierto de piel al que solo el rostro se le transfigura cuando su interior se agita. Y en el centro de su rostro están las lagunas abisales de los ojos. Los ojos que ríen, que lloran, que muestran y recogen el mundo.