Banksy, el gran anónimo moderno, el más famoso de los hombres sin rostro, es el símbolo de la subversión artística, el creador que se esconde y se exhibe al mismo tiempo. (Los escritores de autoficción practican el mismo juego: están y no están, son personajes y seres de carne y hueso), confundiendo su máscara con un rostro, deslizando su figura invisible por los lugares públicos más célebres del planeta. Lugares que conforman un mapa inédito, una cartografía fantasmal recorrida por un fantasma.

Veo en esa forma de estar en el mundo (del arte, de la sociedad) una ironía cruel. El encuentro del hombre con su popularidad a través de la paradoja del anonimato. Lo contrario a tantos insulsos personajes que ansían la fama en YouTube o Telecinco y tan solo consiguen perpetrar una bufonada que a nadie le importa. Ser famoso es una forma de anonimato salvaje, consiste formar parte de un museo, acabar cosificado por una sociedad que se mueve por impulsos de Big Data y trending topics veloces. Ser famoso, al final, solo depende de los otros.

Pero hay otras paradojas. Cuando muchas personas quieren ser anónimas. La máscara que representa al outsider, aquella ideada por David Lloyd para el protagonista de la película V de Vendetta, se ha convertido en un producto de masas. Se ha usado para protestar en manifestaciones contra políticos, contra el sistema, contra el capitalismo. Millones de máscaras se venden en el mundo. En 2001 fue el producto más vendido en Amazon. Time Warner, uno de los mayores conglomerados empresariales del mundo, posee los derechos de la imagen. Gana millones y se lucra con todos aquellos que protestan contra ella. El anonimato es el rostro del capitalismo, a su pesar.

Pienso en autores anónimos cuyas obras, como las de Bansky, han pasado a la posteridad. El autor de El Lazarillo, El Cantar del Mío Cid o Beowulf€. Obras revolucionarias cuyo anonimato las ha elevado a la categoría de patrimonio de la humanidad.

La categoría de autor se inventó en el siglo XIX, es cierto, y hasta incluso Borges llegó a decir en más de una ocasión que la literatura había sido escrita por todos los hombres, que su obra también era el resultado de todos los libros que había leído, lo que viene a significar que la originalidad es una ilusión, que un único 'autor anónimo' se esconde detrás de todos los libros que se han escrito y se escribirán.

Cuando Roland Barthes decretó la muerte del autor lo que estaba diciendo era que mirásemos el texto y no tanto a quién lo escribió, que el escritor era poco más que un gesto. Pero el escritor sigue vivo. Cada vez más. El narcisismo que invade todas las parcelas de la realidad contemporánea no podía permanecer en silencio en el mundo del arte ni de la literatura.

Hoy día una obra anónima crea más expectación que si es firmada. ¿Quién escribe, quién está detrás de la idea? Necesitamos saberlo para llenar de sentido el libro que leemos, el cuadro que miramos. Somos una sociedad egoísta y antropocéntrica, y nos importa 'ser', destacar individualmente sobre la masa, ponerle un rostro a los objetos que fabricamos mediante la firma. Porque los artistas, sobre todo, tienen un nombre. Su nombre es su marca. Por lo tanto, lo subversivo es el anonimato.