Se la veía pasear como cada mañana. Campo de' Fiori era una bulliciosa plaza donde el olor de la pobreza se mezclaba con los productos de las huertas cercanas. Apenas se detuvo para saludar a un noble de capa y espada. Lo conocía bien de años pasados. Siempre de noche. El Tíber se desplazaba discreto a pocos metros de distancia. Alguna campana anunciaba el ángelus. O tal vez las tropas germánicas estaban llamando a las puertas de la ciudad. Estamos en Roma, en 1527. A Giordano Bruno aún le quedaban veinte años para nacer, imagínense para ser quemado en esa misma plaza. El mundo transcurría con una violenta normalidad. Pero no. La Lozana acaba de aparecer en el centro de la vida romana. Una mujer que fue la loba en la ciudad de los amamantados.

La Roma de La Lozana Andaluza es un retrato fiel del hambre. Una metáfora del caos. A la cabeza de la ciudad, el papa Medici, Clemente VII, veía cómo la cristiandad se había partido por la mitad. Lutero ya había clavado sus 45 tesis en una iglesia de Wittenberg. Italia entera se había convertido en un inmenso tablero de ajedrez, donde los peones se comían los unos a los otros en sangrientas batallas. Españoles, franceses, alemanes, milaneses, florentinos y napolitanos mantenían un equilibrio frágil basado en copas envenenadas y arcabuces. Si el mundo estaba en llamas era porque Roma olía a humo. Y en 1527, todo explota. El saqueo de la ciudad por parte de las tropas alemanas de Carlos V acerca el infierno al cielo. Y la Lozana de homilía en homilía.

Con los pies manchados de polvo la joven andaluza había llegado a Roma tras la expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos. Encuentra entre los barrios más populares a antiguos vecinos sefardíes que como caracoles habitan el ghetto a las orillas del Tíber. La lengua de aquella Roma no es solo el romano, es el español de los bajos fondos, el de los refranes verdes, el de las frases picantonas donde se esconde siempre el sexo: en la verdura, en la comida, en la bebida, en las armas... Acuciada por el hambre, la Lozana se ve obligada a ejercer la prostitución. Y con ella, la sífilis deforma su cara. Se le cae la nariz con el avance de la enfermedad, lo que no le impide llegar a ser la prostituta más famosa de la ciudad, aquella a la que papas, obispos, duques, soldados y panaderos pagan fortunas por conocer el lenguaje secreto de su ser.

Pero La Lozana andaluza es ante todo un milagro editorial. Es una historia que no habla de héroes ni santos, sino de alguien que no existe para el poder. Una mujer pobre y enferma. ¿A quién le importa su vida en el siglo XVI? Está naciendo la novela tal y como la entendemos hoy en día. La novela como la historia cotidiana de un don nadie. Y su éxito está en responder por qué esa vida de miseria se materializa en literatura. El mundo pasó de leer la magia de los caballeros a la realidad de una pobre mujer. Y el culpable fue Francisco Delicado, un clérigo cordobés de espíritu erasmista que abandonó España a la par que la diáspora sefardí. Vivirá en Roma hasta el saqueo de Carlos V, cuando se trasladó a Venecia. Una vez allí, desempeñará una labor editorial importante, escribiendo y publicando obras suyas y haciendo conocer la literatura de caballerías española en Italia.

Treinta años antes, había aparecido en Burgos La Ceslestina. Y con ella, el mundo de la pobreza irrumpe como protagonista en la literatura española. Ambas mujeres son el arquetipo de la libertad. Caminan por un mundo corrupto y violento, y sobreviven gracias a su cuerpo y a su inteligencia. Pero son también el motivo la historia. Las protagonistas indiscutibles de un mundo dominado por los hombres. La palabra en un ambiente capitalizado por la guerra. No es casual que ambos libros estén escritos como un diálogo platónico. Un modelo que ya está presente en la Trotaconventos del Arcipreste de Hita y que acompañará para siempre a nuestra literatura.

Me gusta pensar en Lozana y Celestina como madres de todos los pícaros que ha dado nuestra literatura a lo largo del siglo XVI y XVII. ¿Acaso no es el mismo hambre que acosa al Lazarillo junto al hidalgo el que arrincona a la Lozana frente a los cardenales? ¿No son los mercados donde el Pablos de Quevedo roba nabos el Campo de' Fiori donde la muchacha andaluza respira el aroma de las flores podridas? ¿No es la perversión moral del Guzmán de Mateo Alemán la misma que escupen los nobles romanos en sus limosnas a los sefardíes recién llegados? ¿No es, por último, la locura de aquel caballero de La Mancha la misma que la de esta mujer andaluza, que con solo su cuerpo (y sin nariz) se convierte en la octava reina de Roma?

Hoy en día, La Lozana Andaluza es un libro olvidado. Pocos son los que lo han escuchado alguna vez. Menos los que lo han leído. Pero su importancia es capital en la historia de nuestra literatura. Es un testimonio directo del siglo XVI español. Un relato de supervivencia. La Capilla Sixtina hecha de barro y de palabras. Lo resume mejor que yo la propia Lozana, cuando le preguntan por la calle quién le hizo puta. Ella responde: «El vino y la fruta».

Y Miguel Ángel andándose con sutilezas con las barbas del Moisés.