Estos días acontece la tradicional visita de los espíritus de las navidades. Rara vez sucede, como en el célebre relato, que vengan tres espíritus en una sola noche por riguroso orden cronológico. Lo normal es recibir a uno, quizá dos. Raramente vienen los tres. El común de los mortales jamás recuerda haber recibido visita alguna.

Cuando todos los días son iguales no se añora la infancia, arrastrado por la corriente importa bien poco el presente, sin esperanza de futuro nada significan las jornadas venideras. Pero descartada la experiencia onírica, el caso es que los fantasmas vuelven y hay cierta casuística al respecto. Es más frecuente la visita del fantasma de las navidades pasadas, seguido en ocurrencias absolutas por el de las navidades presentes. Una estadística sorprendente que sugeriría que el fantasma de las navidades futuras no existe en realidad y que este no es sino una invención. La estadística y el más frío e irrebatible de los análisis cuantitativos parecen avalar dicha hipótesis.

Preferible resulta la visita del fantasma de las navidades pasadas. Ofrecerle un copita de anís, y dulces de coco o cabello de ángel mientras huésped y anfitrión evocan juntos días felices en casa de la abuela, las figuritas del belén o el olor a panadería. En la estadística le sigue el fantasma de las navidades presentes. Recibido de mala gana, deseando que se marche pues no deja de recordarnos los incómodos banquetes de puro compromiso, por no hablar de la penosa sensación de que cada año es como si las fotografías arrojaran una imagen peor que la anterior, capaces de hacer que los más valientes se ríen de sí mismos solo para ir a llorar a un rincón.

El fantasma más temible, el de las navidades futuras, no comparece en la estadística, y se escapa de las cifras. La falta de datos positivos acerca del fantasma más temido no debe hacernos presuponer su inexistencia. Una sugerente hipótesis defiende su presencia en los reflejos al final de cada botella de cava o sidra o en la temible imagen que de nosotros mismos nos devuelve el espejo al final de cada nochebuena, cuando se marcha el espíritu de las navidades presentes y solo queda la deteriorada imagen de nosotros mismos en la penumbra. Si nos detuviéramos un momento le veríamos, allí agazapado, latente, eternamente paciente, el horrible fantasma, el espectro al que temen más los otros espíritus.